Imaginen ustedes un supuesto grupo musical subido a un escenario ante una fervorosa multitud. De repente, atruenan unos acordes metálicos, se encienden los focos y sus componentes aparecen ataviados con una agresiva estética neonazi. Sobre ellos ondea una enorme bandera roja con la esvástica en un círculo blanco y, a los lados, algunos seguidores queman banderas republicanas e imágenes de varios políticos de izquierdas.
Acto seguido comienza su actuación. La banda acomete los ripios iniciales de su primer tema, cuya letra dice: “….volaría los sesos de los asquerosos podemitas que infectan este gran país, me descojonaría lanzando la silla de Pablo Echenique sin frenos por las cuestas del Tourmalet, y despellejaría vivas a las miserables criaturas engendradas por la repugnante pareja de Galapagar”…. Y así siguen, desgranando textos igual de patéticos y despreciables como el anterior, totalmente alejados del común concepto de arte que tenemos la mayoría de los ciudadanos.
Ahora, les ruego que me respondan con la mano en el corazón: ¿creen ustedes que si Iglesias o Echenique denunciaran a esos músicos por delitos de odio, y éstos fueran condenados en firme por un Juzgado, saldrían miles de jóvenes españoles a destrozar calles defendiendo su “libertad de expresión” y argumentando que “cantar no es delito”? Pues exactamente eso está pasando en España con el rapero Pablo Hasel. Pero justo al revés.
Una democracia está basada en el imperio de la Ley. Sin Leyes elaboradas por un Parlamento libremente elegido no existe democracia auténtica. Y esas Leyes deben aplicarse igual para todos. Quienes defienden que el listón de la legalidad debe estar a diferente altura según la ideología de cada uno no son demócratas, sino tipos con intenciones totalitarias. Las reglas son las reglas y -mientras no se modifiquen o reformen- se acatan, tanto si te favorecen como si te perjudican. La esencia de un régimen democrático es que haya café para todos. Pero no café para los rojos y achicoria para los azules o los verdes. Si queremos despenalizar los delitos de odio, lo debatimos oportunamente y lo aprobamos en el Parlamento. Y eso valdrá para Hasel, pero también para los neonazis o para quienes ridiculizan a las feministas. Con el cumplimiento de la Ley no existe un pase VIP por ser de izquierdas.
Algunos políticos de Podemos, comandados por Pablo Iglesias y jaleados por un tuit publicado por su monaguillo Pablo Echenique, han mandado a todo el lumpen social existente en España a destrozar nuestras calles y a agredir a nuestras fuerzas de orden público. Con la excusa de pedir “libertad de expresión” por el encarcelamiento del rapero Pablo Hasel, un tipo no sólo condenado judicialmente por la violencia y el odio que destilan sus presuntas creaciones artísticas, sino también por varias agresiones realizadas a periodistas y a policías.
Y eso ha sucedido -en varias ciudades españolas- justo la misma semana en que el señorito Iglesias ha reclamado en el Congreso de los Diputados que “la prensa libre debe tener mayores controles”, porque “el llamado cuarto poder es el único que no está sujeto a un control democrático como los otros tres”. Con lo cual revela su particular concepto sobre la libertad de expresión: que Hasel diga lo que le salga de su patética cabeza de chorlito pero que los periodistas que investigan las irregularidades de Podemos se sometan todos al control del Vicepresidente. En definitiva, nos propone un modelo de democracia tipo Caracas 2021. Un planazo insuperable para él y para los suyos. Y una dictadura empobrecedora y represiva para los demás. Resumiendo, la izquierda radical nos ofrece en España una extraña democracia completamente asimétrica.
Otra demostración de este peculiar país asimétrico que estos tipos nos quieren imponer se produjo hace escasos días en Televisión Española de Cataluña. En un programa sobre las recientes elecciones autonómicas, el tertuliano separatista Bernat Dedéu se refirió al candidato de Vox Ignacio Garriga llamándole “negro ultraderechista”. Imaginen ustedes que un tertuliano de derechas hubiera llamado “negro de ultraizquierda” a un candidato de Podemos. Allí hubiera ardido Troya. Pero en TVE de Sant Cugat no pasó absolutamente nada. Como ven, café para algunos y aguachirle para los demás.
Pablo Hasel es un niñato carente de talento, chulesco y retador, que esconde con esa actitud agresiva bastantes complejos familiares. Porque su padre es un importante empresario leridano, antiguo presidente de la UD Lleida -el extinguido equipo de fútbol de su ciudad natal- y su abuelo fue un conocido militar del bando nacional, azote de los maquis que merodeaban en la posguerra las montañas del Valle de Arán. Nuestro héroe juvenil es, en definitiva, un cachorro del capitalismo descendiente de una antigua familia franquista. Como tantos otros, que hoy se pasan al otro extremo tratando de hacerse perdonar.
Tenemos en España un grave problema. Una parte de la izquierda no acepta la simetría democrática, y pretende que sus derechos y sus opiniones estén siempre por encima de los demás. Con la manida excusa de una guerra que perdieron -en el campo de batalla- hace ahora 82 años y que hoy aspiran a ganar en las instituciones y en los medios. De forma harto incoherente, porque muchos de sus familiares y allegados militaron en el bando vencedor.
En lugar de aceptar el espíritu de la Transición, un ejemplar compromiso de renuncias mutuas para enterrar los viejos odios y comenzar en paz un verdadero régimen democrático, algunos rencorosos patológicos andan aún buscando revancha a esa antigua derrota militar, que a la inmensa mayoría nos cae ya demasiado lejana. Y, en su enorme egoísmo e irresponsabilidad, resucitan rencores retrospectivos en jóvenes veinteañeros que de esa historia nada saben.
No es la primera vez que esto sucede. El fracaso de la Segunda República acaeció por una actitud similar. Un régimen recibido en 1931 con ilusión por la mayoría del pueblo español se convirtió en 1936 en un infierno sectario donde sólo podía gobernar la izquierda republicana. A ver si se enteran de una vez. Es de primer curso de Convivencia. La democracia así no funciona.
Por Álvaro Delgado Truyols
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