El socialismo constituyó una doctrina imprescindible para superar los privilegios de las clases oligárquicas y los abusos de la revolución industrial. Aunque realmente solo triunfó donde interactuó con ideas liberales, introduciendo en muchas sociedades los principios de igualdad y solidaridad, humanizando al capitalismo más descarnado y dando lugar al nacimiento de la exitosa socialdemocracia. Porque allí donde las ideas de Marx y Engels se desarrollaron de forma integral, como en la URSS de los revolucionarios Lenin y Stalin, la aplicación del social-comunismo dejó un reguero de muertos, opresión, miseria y ausencia de libertades como aún puede comprobarse en Cuba, Venezuela, Nicaragua o Corea del Norte.

Bien entrado ya el siglo XXI, asumida la socialdemocracia por todo el espectro político occidental -que hoy reconoce la vigencia indiscutida de un estado social y del bienestar- la antigua ideología socialista ha perdido su sentido original. Puede considerarse en la actualidad que el viejo socialismo ha muerto de éxito, aunque siga utilizándose -con gran eficacia- como un poderoso señuelo emocional.

Dirigentes contemporáneos carentes de escrúpulos engañan como a párvulos a nostálgicos del viejo republicanismo, a idealistas fieles a su tradición familiar de izquierdas o a aspirantes a sentirse mejores personas que los pérfidos capitalistas de derechas. Ondeando banderas rojas, mostrando el puño y la rosa y cantando La Internacional consiguen venderles, ayudados por el fomento mediático de un pánico a la ultraderecha que no se concreta en ninguna pérdida evidente de libertades, el mayor cambiazo ideológico de los tiempos contemporáneos.

Los líderes socialistas de hoy ya no creen en la justicia social, ni en la igualdad de derechos entre los ciudadanos, ni en la solidaridad entre los territorios del Estado. Sustituyen la superada lucha de clases por una pujante pelea de identidades, apoyando disputas identitarias y discriminaciones económicas de élites territoriales con las que se alían para alcanzar el poder. Así sucede con los nacionalismos vasco y catalán, cuya esencia representa lo contrario de lo que siempre defendió el socialismo clásico. Por eso ha dicho recientemente Felipe González que el PSOE ya no defiende un proyecto de país.

Los socialistas anhelan perpetuarse en el Gobierno para mejorar su propio mundo, no para transformar el de los demás. Por eso soportan mal la normal alternancia democrática, dificultando todo lo posible que la oposición pueda llegar a gobernar. No entienden esa alternancia como un cambio político saludable (¿para qué existe, si no, la democracia?) sino como un atentado insolente a la confortable forma de vida y al descarado clientelismo social que proporciona la ocupación del poder. Por eso The Economist definió a Pedro Sánchez como un político despiadado cuyas maniobras para retener el poder deterioran la democracia española.

Sumada a los casos de corrupción que acosan al presidente del Gobierno (su esposa, su hermano, el fiscal general, su mano derecha Ábalos, Armengol), la apoteosis de la ignominia ha sido la enmienda aprobada de tapadillo para acortar las penas de cárcel a terroristas de ETA (Txapote, Kantauri, Anboto, Mobutu, Gadafi…) que asesinaron a políticos socialistas, y garantizarse el apoyo de Bildu asegurándose unos meses más en Moncloa. No es óbice para esa infamia la torpeza de la oposición -PP, Vox y UPN-, que demuestra no estar preparada para enfrentarse a un déspota como Sánchez.

Muchos socialistas de corazón deberían reflexionar sobre la peligrosa deriva del PSOE. Su idealismo y buenas intenciones no sirven para maquillar esta decadencia brutal. Aunque ha escrito el historiador Manuel Álvarez Tardío que “el Partido Socialista está de vuelta”, refiriéndose al regreso de su recurrente pasado antiliberal, antidemocrático y revolucionario. Nunca estuvo tan bien dicho “que os vote Txapote”.

PUBLICADO EN MALLORCADIARIO.COM EL 04 DE NOVIEMBRE DE 2024.

Por Álvaro Delgado Truyols