Ha hecho fortuna en internet una expresión atribuida al Canciller alemán Otto von Bismarck, fallecido en 1898, que decía: “La nación más fuerte del mundo es sin duda España. Llevan siglos intentando autodestruirse y aún no lo han conseguido. El día que dejen de intentarlo volverán a ser la vanguardia del mundo”. Con independencia del juicio que tenga cada uno acerca de la autenticidad de la cita, cosa difícil de comprobar respecto de un personaje del siglo XIX del que constan pocas frases coloquiales reproducidas por escrito, debemos reconocer que la idea base resulta ingeniosa, y que muchos podríamos suscribirla sin problema alguno analizando lo que está sucediendo en España en el momento presente.
Nuestro país se encuentra aquejado de problemas y disfunciones graves, que están poniendo a prueba las débiles costuras del actual sistema democrático. Algunos de esos problemas son coyunturales, y derivan de que la frágil mayoría parlamentaria que sustenta al actual Gobierno depende de formaciones cuyo objetivo último es destruir el Estado, lo que genera turbulencias cotidianas. Otros resultan estructurales, afectando a la arquitectura institucional de que nos dotamos en la época de la Transición. Voy a tratar de analizar, siguiendo mi personal criterio, dos grupos diferentes de problemas importantes, agrupándolos por materias: un primer grupo, que explico en mi artículo de hoy, referente a las disfunciones de orden político e institucional; y un segundo grupo, que trataré en el próximo, referido a las de tipo social o cultural.
La configuración constitucional de nuestro Estado -que no es obsoleta, ni heredera del franquismo, y fue apropiada en su momento- se ha visto desbordada por dos acontecimientos inesperados: uno, la rápida evolución de la sociedad española, cuyas circunstancias sociales y políticas han cambiado enormemente en los años transcurridos desde la aprobación de la Constitución; y otro, de más calado, la enorme deslealtad exhibida con nuestro sistema jurídico e institucional por la mayoría de partidos políticos y por muchas Administraciones públicas, especialmente las autonómicas.
Leyes e instituciones precisan, para su adecuado funcionamiento, de un respeto y una lealtad de sus destinatarios y usuarios que los españoles no les hemos demostrado en 40 años de democracia. Como ejemplos sencillos basta ver la descoordinación y el egoísmo de las Comunidades Autónomas, o el trato que damos habitualmente a nuestra bandera o a nuestro himno nacional. Los principales problemas que afectan al actual sistema político español se pueden resumir, básicamente, en los siguientes:
– Nuestro sistema de partidos y nuestra Ley electoral están hoy en día completamente desenfocados. Tenemos un régimen político democrático basado excesivamente en la partitocracia, cuando dentro de los partidos políticos no existe democracia alguna. Unos pocos afiliados o militantes, con deficiente control y fácilmente manipulables, eligen a un líder temporal que se convierte en un terrible dictador -al que nadie contradice- que hace purgas internas y que lo decide todo: programa del partido, listas electorales, cargos en Parlamentos y Gobiernos. Por su parte, la Ley electoral hace descansar de una forma excesiva el peso de la formación de Gobiernos, a falta de mayorías, en partidos minoritarios con intereses regionales y desentendidos de la gobernabilidad general, implicando graves perjuicios que se resolverían con una doble vuelta electoral. Tampoco está resuelta la financiación de los partidos, que precisa de una Ley que la dote de transparencia y evite las corruptelas habituales que les afectan a todos.
– Una vez que alguien resulta elegido, acumula demasiado poder. No es normal que cuando introducimos la papeleta en la urna para elegir diputados y senadores decidamos también -sin saberlo- quién va a dirigir no sólo el Gobierno, sino también las principales televisiones, medios de comunicación, asesores públicos, altos funcionarios, empresas participadas, embajadas, fuerzas armadas, fuerzas y cuerpos de seguridad, CGPJ, Fiscalía General, Tribunal Constitucional, Abogacía del Estado, Gobiernos Civiles, autoridades sanitarias, representantes en la Unión Europea y otras instituciones internacionales. Una sola votación, aparentemente tan simple, no puede condicionar toda esa hiperestructura. En Finlandia y otros países nórdicos, cuando se produce un cambio electoral, en cada departamento ministerial sólo cambian el Ministro y sus dos o tres personas de confianza. El resto de la Administración del Estado permanece inalterada con cualquier Gobierno. En los países anglosajones existe un sistema de controles, denominados “checks and balances”, que dificultan esas anormales acumulaciones de poder.
– Nuestro sistema institucional -por excesivamente bienintencionado- acaba financiando a sus mayores enemigos. El Estado no debería subvencionar, mediante los millones que se entregan a todas las formaciones políticas con representación parlamentaria, a aquéllas que aspiran a destruirlo. Para recibir dinero público debería ser requisito ineludible acatar la Constitución. De palabra y de obra. Los que no la respeten tienen derecho a existir y opinar en un sistema democrático, pero deberían financiarse exclusivamente con las cuotas y contribuciones de sus afiliados y simpatizantes, como sucede en la mayoría de democracias consolidadas.
– Nada impide en España un ejercicio amoral del poder, aunque no debería existir servicio público sin un fin ético. Cuando políticos sin escrúpulos abusan gravemente de su cargo no existen contrapesos que permitan controlar su desleal desempeño. Además, con su usual manejo interesado de medios, televisiones y redes sociales -regados con dinero público- subvierten los valores sociales para que todo comportamiento inmoral acabe pareciendo aceptable. Y hacen pasar por anticuados o despreciables el honor y el respeto a la verdad, y como muestra de astucia política las trampas y las mentiras. La falta de una ética social, tan extendida en los países latinos, donde los ciudadanos no hacen asco al engaño, la picaresca y el fraude, hace el resto.
Continuaremos el próximo día analizando otros problemas de índole social, educativa y cultural. Del conjunto de todos ellos resulta la compleja encrucijada en la que nos encontramos hoy como país. Sirvan estas líneas como punto de partida para que, entre todos, iniciemos un serio proceso de reflexión colectiva. El futuro de nuestros hijos, de nuestras nuevas generaciones, merece que hagamos un intento destinado a superar la incertidumbre continuada en la que vivimos como nación.
Por Álvaro Delgado Truyols
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