Hace escasas fechas hemos vivido una situación desconcertante que no nos deja en muy buen lugar como país. Y que pone en cuestión esa communis opinio de los Estados del Norte de Europa de que todos los países del Sur somos iguales. Mientras que en España el Gobierno empleaba todas sus armas para evitar la declaración judicial -como investigado- del Delegado del Gobierno en Madrid José Manuel Franco ante la Magistrada Carmen Rodríguez Medel por autorizar la manifestación feminista del 8-M, en Italia su Primer Ministro Giusseppe Conte, y sus Ministros de Interior Luciana Lamorgese y de Salud Roberto Speranza, declararon como testigos durante varias horas ante la Fiscal que investiga la gestión de la pandemia en la provincia de Bérgamo, una de las más afectadas por el coronavirus. Y al Gobierno italiano no se le ocurrió utilizar todos los medios a su alcance, ni cesar a nadie de entre los investigadores, para evitar la comparecencia judicial de tres de los más destacados miembros del Gabinete.
Llevo tiempo pensando que algunos Estados modernos gustan de tratar a sus ciudadanos -en una actitud paternalista e interesada que va creciendo con los años de manera exponencial- como a críos menores de edad. Y también que muchos individuos actuales se sienten cómodos y felices con el desarrollo de esa nueva anormalidad. El tutelado jardín de infancia en el que nos quieren enclaustrar a todos se pone de manifiesto día a día en la propaganda política, en el discurso de muchos medios de comunicación, en el comportamiento de las hordas posmodernas en las redes sociales, en la propia legislación cool que elaboran los Parlamentos actuales y hasta en la actitud paternalista de algunos Tribunales de Justicia o de ciertas Universidades, que sobreprotegen e infantilizan a los justiciables o a su alumnado. Hace escasos días llegó a mis manos un tuit del ex Ministro de Educación y Cultura José Ignacio Wert, que describía muy bien esta desconcertante situación: “el mundo occidental se ha convertido en un puñado de niños apartando meticulosamente del plato todo aquello que no les gusta”. Lamentablemente, el preocupante estado de la cuestión no podría representarse de una forma más gráfica.
El deporte suele ser una de las mejores escuelas de vida que cualquier persona pueda experimentar. Practicando deporte de competición, aparte de sus beneficios intrínsecos para el cuidado físico, se aprenden valores esenciales como el compañerismo, el esfuerzo, el respeto al rival y la disciplina. Y se descubren, también con indudable utilidad, artes vitales menos nobles -aunque no menos frecuentes- como la picaresca, el fingimiento o el victimismo. Qué recuerdos aquellos del mítico Johan Cruyff, con el balón del partido bajo el brazo, conversando sin parar con el árbitro y dirigiendo todo lo que sucedía en el campo a su alrededor. Trasladando las enseñanzas del deporte a la dureza de la vida real, constatamos que en España existe una notable desproporción en el volumen y la repercusión de la opinión publicada -a través de medios, redes y televisiones- entre el bando “progresista” y el bando liberal-conservador. Porque el terreno de juego de la opinión pública no resulta estar igual de regado y alfombrado para todos los jugadores por igual.
Como hombre de leyes, he sentido durante años una sincera simpatía hacia al buen Magistrado que fue Fernando Grande-Marlaska. Un reconocido profesional de la Judicatura, curtido en la Audiencia Provincial de Vizcaya y luego en la Audiencia Nacional, al que correspondió la instrucción de sumarios muy delicados que le pusieron incluso en el punto de mira de la banda terrorista ETA. Su etapa judicial la desempeñó con eficacia, dignidad y discreción, grandes virtudes para un buen jurista (aunque algunos -que no son grandes- hagan continuo alarde de lo contrario). Por ello, me causa una especial desazón ver cómo está dilapidando en un breve plazo de tiempo -y exhibiendo además torpeza, ambición y una inaudita falta de carácter, oscilante entre lo histérico y lo autoritario- todo el prestigio profesional que había acumulado durante sus largos años en la carrera judicial.
La expresión latina que sirve de título a este artículo recoge un principio fundamental del Derecho contractual romano, que constituye la base sobre la que se asientan el Derecho civil y el internacional de nuestros días. Fue una creación del insigne jurista Ulpiano introducida en el Digesto, compendio jurídico elaborado en tiempos del emperador bizantino Justiniano, y significa literalmente “los acuerdos deben ser respetados”. Lo que nunca pudo imaginar un veterano hombre de leyes como yo es que un día vería invocar frente al Presidente del Gobierno de España esa vieja locución romana -referida al compromiso de derogar la reforma laboral- a dos próceres del Derecho como Pablo Iglesias y Arnaldo Otegui, cuya trayectoria vital se parece como un huevo a una castaña a la de dos ciudadanos amantes de la Ley y respetuosos con el cumplimiento de las normas jurídicas. Menudos tiempos extraños nos toca experimentar en los que el Presidente de nuestro Gobierno se salta una norma tras otra, mientras que la simpática pareja formada por Mr. Escrache y Mr. Tiro en la Nuca se nos han vuelto fans de Justiniano. Vivir para ver.
Manuel Tamayo y Baus, dramaturgo español del siglo XIX, escribió que “la piedra filosofal, buscada en vano por los alquimistas, ha sido al fin hallada por los tramposos; la piedra filosofal es el dinero ajeno”. Me encantaría preguntar a los simpatizantes del Gobierno si les parece correcto que sus líderes nos hagan a los españoles una trampa tras otra, con nuestras leyes y con nuestra pasta. Tal vez la mayoría sea gente sectaria, que prefiere en el poder a un tramposo de los suyos a un honrado de otro color. O quizás vivan todos del dinero público, que creen garantizado para siempre con esta banda en el poder. Pero deben saber que el Gobierno que tenemos, más que un apoyo en tiempos difíciles, se está mostrando como el principal enemigo de nuestros autónomos y empresarios. Esos que con su esfuerzo, su riesgo y sus impuestos financian lo que todos cobran. El dinerito que reciben mensualmente no lo imprime el Gobierno como en La Casa de Papel, sino que nos lo sacan primero a los demás, lo hayamos ingresado por nuestra actividad o no, como han demostrado cobrando las cuotas a los autónomos que llevaban toda la cuarentena sin facturar.
El Premio Nobel norteamericano Milton Friedman, gran defensor de la economía de mercado y considerado, junto con John Maynard Keynes, uno de los más influyentes economistas del siglo XX, escribió que “sólo una crisis da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente… hay que desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable”. No cabe duda de que la dramática situación que vivimos precisa no sólo de diagnóstico y de crítica, sino también de una alternativa creíble al Gobierno de coalición presidido por Sánchez e Iglesias. Alternativa que, a base de comunicarse bien y convencer a los ciudadanos, acabe convirtiéndose en algo inevitable para sacarnos del profundo pozo en el que acabamos de caer.
La factoría Disney que tenemos instalada, a precio de oro, en Presidencia del Gobierno creó hace meses este bonito eslogan, en otro esforzado intento de que la cruda realidad se acomodase a su incansable relato. Walt Redondo y sus muchachos, gestores de la nada pero expertos top en figuración política, debieron pensar que esa sonora frase vendía mucho. Y pusieron a Robocop Sánchez y al Bambi Illa a repetirla sin cesar. Pero los hechos han demostrado ser más tozudos que los imaginativos creadores de Pocahontas en La Moncloa. Porque lo que vemos los españolitos en nuestras casas, semana tras semana, es justamente lo contrario. Tras sus comparecencias parlamentarias -mirando al suelo despectivamente mientras le hablan los demás- o tras sus plúmbeos monólogos televisivos, escuchamos a políticos de la oposición, Alcaldes, Presidentes autonómicos, líderes patronales o sindicales, representantes de médicos y enfermeras y demás miembros de la sociedad civil repitiendo sin cesar que “este Gobierno toma medidas sin consultarnos nada”. Sólo su acreditado instinto de supervivencia le ha hecho llamar in extremis a Arrimadas cuando le ha abandonado el ponzoñoso Rexona de ERC. Demostrando -una vez más- que para agarrarse a la silla le da igual Manuela que su abuela. Pues resulta difícil encontrar dos apoyos que sean más contradictorios.
Pocas veces en la vida se queda uno huérfano de un extraño. De alguien a quien nunca has conocido en persona, pero que tienes muy presente por alguna razón. De alguien cuya existencia te ha dejado una determinada huella. La orfandad es una situación dura y antinatural que tiene mucho que ver con la sangre y los afectos, pero también con la búsqueda de referencias en la compleja trayectoria de la existencia. Aparte de dolor, genera desorientación y sensación de desamparo. Es, tal vez, de los peores sentimientos que puede experimentar un ser humano. A mí esa extraña sensación me ha abrumado ya dos veces. La primera, cuando falleció Antonio Herrero, extraordinario comunicador de radio y también de prensa escrita, hace ya más de veinte años, el 2 de mayo de 1998. La segunda, al morir hace unos días David Gistau. Ambos se fueron demasiado pronto, en plenitud, tras practicar sus deportes favoritos. Uno con 43 y otro con 49. Dos genios. Más jóvenes de lo que yo soy ahora.
El notario Álvaro Delgado (Palma, 1963) publicó hace unos meses el libro «Crónicas incorrectas», que recoge una selección de artículos suyos aparecidos en la prensa isleña en estos últimos años. Licenciado en Derecho, diplomado en Empresariales y notario, Delgado es una persona afable en el trato, con un muy fino sentido del humor y con numerosas inquietudes, que van desde su pasión por el fútbol o el arte hasta su interés por la gastronomía o el rock clásico. Recientemente, en consonancia con su implicación en la tierra que le vio nacer, fue uno de los impulsores de Sociedad Civil Balear.