Me he resistido a escribir sobre la destitución de Cayetana Álvarez de Toledo como portavoz del PP en el Congreso de los Diputados, básicamente por dos motivos. Uno, la cantidad de comentarios que he leído y escuchado sobre este asunto. Otro, la alta probabilidad de ser etiquetado y descalificado rápida-mente sin atender a mis argumentos. No obstante, he decidido finalmente comentarla viendo que la mayoría de la gente encaraba las curvas de este puerto de montaña con las luces cortas, y que sólo escasos iluminados (nunca mejor dicho) como David Mejía, Jorge Raya Pons o Miguel Ángel Quintana Paz -todos en el reconfortante oasis digital de The Objective y otros en prensa escrita como Mario Vargas Llosa o Arcadi Espada, han alargado sus brillantes focos acertando con la tecla que a mí me parece más atinada. Alguno desde declaradas y honrosas posiciones de izquierda, y los demás desde el mejor liberalismo ilustrado que se puede leer hoy en España.
Este artículo va dirigido -fundamentalmente- a los votantes y simpatizantes bienintencionados de Podemos y a todos los que, en algún momento, habéis mirado ese movimiento con curiosidad o esperanza. A esos nostálgicos de las revoluciones que aún creéis que el mundo lo van a cambiar -en unos pocos años- cuatro charlatanes descamisados vociferando vituperios contra la casta y consignas de cuñao en tertulias televisivas y asambleas de Facultad. A los que pecáis de candidez y no habéis perdido aún esa virginidad neuronal que quiebran los años currando en la calle, pagando impuestos con bastantes ceros y respirando el napalm que llueve fuera del mullido mundo de la mamandurria pública. Al resto, a quienes sólo pretendían arramblar con todo el sistema para satisfacer sus frustraciones vitales o sus desengaños con la sociedad que les ha tocado vivir supongo que les importará una higa lo que yo escriba. Y, la verdad, es que ellos a mí también. Aclarado todo esto, ahí vamos.
Nuestra Constitución de 1978, en su artículo 1.3 dice que “la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria”, y en el artículo 56.1 que “el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia…”. Por su parte en el artículo 168 se regula el procedimiento de reforma diciendo que “cuando se propusiere la revisión total de la Constitución, o una parcial que afecte al Título preliminar, se procederá a la aprobación por mayoría de dos tercios de cada Cámara y a la disolución inmediata de las Cortes. Las Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras. Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación”.
Para los que gustan de encasillar a la gente, o padecen la típica insuficiencia contemporánea que precisa de la rápida colocación de etiquetas, les diré que me considero un liberal de la escuela clásica. Que nada tiene que ver con un “facha”, palabreja que hoy emana con facilidad de la lengua de demasiados indocumentados desparramados por nuestra sociedad, justo los que más refractarios se muestran a la reflexión sosegada y a las lecturas profundas. Como buen liberal (fuera de la izquierda también existen categorías), soy defensor acérrimo de la libertad individual, de la empresa e iniciativa privadas, del derecho de propiedad, de los derechos sociales reconocidos en nuestra Constitución y de la reducción de nuestras Administraciones públicas a una dimensión justa para cubrir las necesidades esenciales del moderno estado de bienestar. Abomino de una superestructura administrativa destinada -con el dinero de todos- a hacer continua propaganda, comprar voluntades políticas y cobijar una gran cantidad de holgazanes, pícaros y aficionados a vivir del esfuerzo ajeno.
Una de las grandes paradojas de nuestros extraños tiempos modernos es ver a una parte del Gobierno ejerciendo continuamente de oposición, mientras que una mayoría de medios y opinadores reprochan sin cesar a la oposición -a la de verdad- que trate de ejercer como tal frente al actual Gobierno de coalición. Resulta todo ciertamente esperpéntico, como sacado de una película de los hermanos Marx, pero en una versión cutre y bastante patética, del nivel que proporcionan tipos como Ábalos, Lastra o Carmen Calvo. Que eso sí que es una reunión “al más bajo nivel”, como decía sarcásticamente Albert Boadella en una hilarante performance que montó a las puertas de la casa del fugado Carles Puigdemont en la localidad belga de Waterloo.
Resulta desternillante la afición de cierta izquierda mediática a marcar la línea a seguir a partidos a los que nunca piensa votar, y a los que desearía una continuada ausencia del poder. Y también la sumisión de algunos haciéndoles habitualmente caso. Eso acaba de suceder con el Partido Popular tras la última victoria autonómica de su líder gallego Alberto Núñez Feijóo. Las recomendaciones han venido no sólo de los rivales, sino también de muchos barones regionales del PP, que ahora suplican a la dirección nacional la adopción entusiasta en toda España de lo que llaman el “Modelo Feijóo”.
Una de las frases míticas del gran boxeador norteamericano Mike Tyson, ex campeón mundial de los pesos pesados y una auténtica bestia del tamaño de dos armarios roperos, era algo así como que “todos mis rivales tienen un plan hasta que les pego la primera hostia”. Como pueden ustedes comprobar, su comentario encerraba una lección natural de estrategia deportiva, tal vez no demasiado sofisticada pero verdaderamente efectiva. Sobre todo si en el ring tenías enfrente a un tipo como él.
Les confieso que tengo un problema bastante serio. Cada vez soporto peor el postureo, los mensajes huecos y las actitudes impostadas. Soy un fan absoluto de la normalidad. Pero de la antigua, no de ese extraño diseño de “nueva normalidad” que hoy algunos nos quieren colocar. Hay que saber que el talento o la valía para cualquier actividad humana se tiene o no se tiene, se adquiere, se trabaja, se cultiva o se desarrolla, pero resulta ridículo emboscar su carencia tras discursos vacíos, campañas de imagen o fatuidad reiterada en el comportamiento público o social. En una vida tan retransmitida por todos los medios posibles como la actual, resulta de completos estúpidos pretender aparentar continuamente lo que uno no es. Aunque ahora suframos la época del “relato”, tan vigente en la mente de nuestros políticos y sus poderosos asesores de imagen, siempre menos preocupados de que las cosas funcionen de verdad y mucho más pendientes de “vender” a la gente que las cosas van bien. Todo eso ocasiona que a nadie parezca importarle lo auténtico, la realidad de los hechos, de las actitudes y de las personas.
Uno de los mejores libros sobre política que se han escrito en este siglo se llama “Team of Rivals: The Political Genius of Abraham Lincoln” (Equipo de rivales: el genio político de Abraham Lincoln). Fue publicado en el año 2005 por la historiadora estadounidense -ganadora del Premio Pulitzer- Doris Kearns Goodwin, y el Presidente Barack Obama lo reconoció años después como su libro de cabecera política, añadiendo que sería el único del que no podría prescindir ocupando la Casa Blanca. El libro inspiró la exitosa película “Lincoln”, dirigida en 2012 por Steven Spielberg, y protagonizada por el oscarizado Daniel Day Lewis, que narra los cuatro últimos meses de la vida del malogrado Presidente, en los cuales empeñó su salud, su delicado equilibrio familiar, su gran prestigio personal, su exitosa carrera política en los albores de un segundo mandato y hasta su propia seguridad para lograr la abolición de la esclavitud. Todo ello ante el estupor general de su Gabinete, e hilvanando con habilidad de orfebre -y no siempre usando las más nobles artes- un casi imposible equilibrio parlamentario entre las diferentes facciones de su propio Partido Republicano y algunos integrantes de la oposición Demócrata.
Hace escasas fechas hemos vivido una situación desconcertante que no nos deja en muy buen lugar como país. Y que pone en cuestión esa communis opinio de los Estados del Norte de Europa de que todos los países del Sur somos iguales. Mientras que en España el Gobierno empleaba todas sus armas para evitar la declaración judicial -como investigado- del Delegado del Gobierno en Madrid José Manuel Franco ante la Magistrada Carmen Rodríguez Medel por autorizar la manifestación feminista del 8-M, en Italia su Primer Ministro Giusseppe Conte, y sus Ministros de Interior Luciana Lamorgese y de Salud Roberto Speranza, declararon como testigos durante varias horas ante la Fiscal que investiga la gestión de la pandemia en la provincia de Bérgamo, una de las más afectadas por el coronavirus. Y al Gobierno italiano no se le ocurrió utilizar todos los medios a su alcance, ni cesar a nadie de entre los investigadores, para evitar la comparecencia judicial de tres de los más destacados miembros del Gabinete.