Pese a haber coincidido durante años en muy diferentes lugares y ocasiones -con mejor o peor fortuna- y de encontrarme habitualmente con él practicando deporte (era un gran aficionado, y a veces entrenábamos juntos), traté más estrechamente a Joan Mesquida desde hace poco más de un año y medio, cuando comenzaba su andadura Sociedad Civil Balear y yo, como Vicepresidente de la recién creada asociación, le llamé para ofrecerle incorporarse a nuestro ilusionante proyecto. Éramos personas casi de la misma edad, con numerosas afinidades familiares, personales y deportivas, ambos estrechamente vinculados al municipio de Calviá -yo como residente y hermano de un ex Alcalde, y él como alto funcionario del Ayuntamiento- a las que las circunstancias de la vida nos habían colocado (a mí por simple rebote familiar) en trincheras políticas rivales, pero que siempre nos mostramos simpatía y afabilidad. Lo que corresponde, simple y llanamente, a personas educadas.
Iván Redondo es “un tipo tímido al que le cuentas un chiste verde y se sonroja”. Así define el veterano periodista Raúl del Pozo, en su recién publicada biografía (no autorizada) llamada “No le des más whisky a la perrita”, escrita por Julio Valdeón y Jesús Fernández Úbeda, al todopoderoso Jefe de Gabinete de la actual Presidencia del Gobierno. Un personaje que, sin timidez alguna, dirige la más formidable maquinaria de propaganda que han conocido los tiempos en nuestro país: “Moncloa Agencia de Publicidad”. Se le contrató para disimular a todos los españoles las limitaciones intelectuales (hasta tuvo que plagiar su tesis), gestoras (nunca ha trabajado ni en un quiosco de pueblo) e ideológicas (su única idea conocida es ser Presidente a toda costa) de su jefe Pedro Sánchez. Y su trabajo consiste en sustituir con marketing el inexistente liderazgo de su mentor: desde impidiendo que el pobre Rey Felipe VI pueda asistir a la entrega de despachos judiciales en Barcelona, hasta ordenando a Jesús Calleja que lleve a bucear al Doctor Simón a una cueva de Pollença, y luego lo emita en prime time en su conocido programa televisivo. El tipo prepara, dirige y controla todo lo que pasa en este país. Y lo hace con gran empeño y eficacia. Para ser un publicista, claro.
La existencia de un régimen democrático no se mide por ir a votar. Hasta en Corea del Norte existen elecciones. Centrarlo todo en el voto constituye un reduccionismo absurdo, que equivale a valorar la pericia de un médico por las horas que lleva puesta la bata o colgado el fonendoscopio. Lo que convierte a un régimen con elecciones en un verdadero Estado de Derecho es el imperio de la Ley. O sea, la existencia de unas normas jurídicas, aprobadas por un procedimiento reglado, que sean vinculantes para todos los ciudadanos y supongan un freno frente a los abusos del poder. Como la tendencia natural de cualquier gobernante es extralimitarse en el ejercicio de su poder, las normas deben desconfiar de quien ejerce el Gobierno. Y tener previstos todos los frenos posibles para que, en su ejercicio, respete las reglas y las instituciones. Ya decían los padres fundadores de los EEUU que “el buen patriota es el que trata a los Gobiernos como a un enemigo”. Aunque todo esto hoy -en España- parece sonar a música celestial. Pero constituye una enseñanza elemental que todos deberíamos estudiar en primer curso de Democracia.
Tras analizar, en una primera entrega, los principales problemas de tipo político que afectan al sistema institucional español, continuamos examinando otros de índole cultural, educativa y social:
– Resulta imposible consolidar una democracia sin verdadera cultura democrática. Desde Rodríguez Zapatero, nuestros políticos se han dedicado a polarizar hasta el infinito la sociedad española, resucitando el guerracivilismo y el enfrentamiento partidista. Los simpatizantes de partidos rivales ahora no se respetan, ni intentan entenderse. Simplemente se descalifican y se odian. Basta echar un vistazo a las redes sociales, o comprobar la imposibilidad de llegar en España a acuerdos transversales. A ello contribuyen negativamente la disciplina de partido, el voto imperativo de los parlamentarios (que acaban representando sólo al líder de su partido, y no a sus electores) y la ausencia de una limitación de mandatos -y también de años de permanencia- en los cargos públicos remunerados.
Ha hecho fortuna en internet una expresión atribuida al Canciller alemán Otto von Bismarck, fallecido en 1898, que decía: “La nación más fuerte del mundo es sin duda España. Llevan siglos intentando autodestruirse y aún no lo han conseguido. El día que dejen de intentarlo volverán a ser la vanguardia del mundo”. Con independencia del juicio que tenga cada uno acerca de la autenticidad de la cita, cosa difícil de comprobar respecto de un personaje del siglo XIX del que constan pocas frases coloquiales reproducidas por escrito, debemos reconocer que la idea base resulta ingeniosa, y que muchos podríamos suscribirla sin problema alguno analizando lo que está sucediendo en España en el momento presente.
El Ministerio Fiscal, elemento esencial para el correcto funcionamiento de un Estado de Derecho, atraviesa en España una situación insostenible, que no merece la institución ni los ciudadanos que la financiamos. Según el artículo 1 de su Estatuto regulador, promulgado en 1981, “tiene por misión promover la acción de la Justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la Ley, así como velar por la independencia de los Tribunales…”, añadiendo el artículo 2 que actúa “conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad”.
Desde los tiempos de Rodríguez Zapatero, cierta izquierda española ha intentado polarizar al máximo nuestra sociedad, resucitando el guerracivilismo, la llamada “memoria histórica” y el viejo enfrentamiento entre rojos y azules que los años de la Transición habían pacificado. Recordemos la entrevista que hizo en 2008 Iñaki Gabilondo al ex Presidente socialista en la cadena Cuatro, donde ZP le reconoció abiertamente -en un off the record recogido por los micrófonos que permanecían accidentalmente abiertos al final de la conversación televisada- que “a nosotros nos conviene que haya tensión”. Esa infame demostración de egoísmo político e inconsciencia social responde a la permanente necesidad del socialismo de detentar el poder el mayor tiempo posible, por su histórica obsesión antidemocrática de apartar a los demás del acceso al Gobierno, y para así regar con dinero público sus enormes estructuras clientelares (37 años de régimen en Andalucía), cosa que se les puso difícil tras aceptar la mayoría de sus rivales el estado del bienestar y otros postulados de la clásica doctrina socialdemócrata.
Voz engolada y gesto compungido al comenzar la sesión parlamentaria: “Me quería referir al caso de Igor González Sola, al preso de la banda … (pausa)… ETA, que se suicidó la semana pasada en la cárcel donostiarra de Martutene. Y quiero antes que nada decir algo obvio…. (pausa)… y es lamentar profundamente su muerte…. (pausa)… Lo lamento…”.
Cuando el filósofo Herbert Marshall McLuhan, experto en teoría de la comunicación, acuñó en 1962 el término “aldea global” para explicar la influencia de los medios audiovisuales en la globalización del mundo, poco podía sospechar el alcance que iba a tener ese concepto. Resulta evidente que el pensador canadiense hablaba de “aldea” para anticiparnos lo que veía venir con el desarrollo de los mass media: una sociedad interconectada que generaría una comunicación universal de tendencias y servicios, que interactuarían en un mundo globalizado por los medios, poniéndolos al alcance de todo el orbe.
Joseph Fouché fue un político francés que ocupó puestos relevantes durante la Revolución, el Imperio Napoleónico y la restauración monárquica, caracterizándose por una sorprendente habilidad para la supervivencia -no sólo política sino también física, en una época en la que la guillotina causó estragos entre sus conciudadanos- y por una ausencia absoluta de ideología y de moralidad. Su única ideología conocida, a la que consagró toda su vida -que discurrió desde su juventud como seminarista hasta el retorno de la monarquía a Francia, pasando por etapas como criminal represor revolucionario y como aliado de Napoleón en su ascenso dictatorial al poder- consistió en colocarse siempre al lado del poder triunfante en cada momento político. Fue un tipo audaz, frío, ambiguo, impenetrable y amoral, lo que le permitió vivir holgadamente -falleció siendo Duque de Otranto, con una fortuna de 14 millones de francos- hasta los 61 años en un periodo histórico en el que sus correligionarios difícilmente superaban la treintena con la cabeza ubicada sobre sus hombros.