“La vida de los otros” es el título de un inquietante largometraje alemán estrenado en 2006, que obtuvo en el año 2007 el Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Su trama se desarrolla en Alemania Oriental, y transcurre en los últimos años de existencia de la entonces llamada República Democrática Alemana, mostrando como el Estado, a través de la Stasi -su policía política- controlaba y espiaba la vida de todos sus ciudadanos para evitar desviaciones ideológicas, especialmente en los círculos intelectuales que podían poner en peligro al liberticida régimen comunista.
El problema de la vivienda es hoy uno de los más acuciantes para la sufrida juventud de nuestro país. Y nuestros políticos lo saben, de ahí sus recientes anuncios de Leyes supuestamente “mágicas” para intentar ponerle remedio. Pero -como siempre en los últimos tiempos-, si uno conoce bien la materia de que se trata, acaba dándose cuenta de que sus maniobras propagandísticas no ponen más que tiritas y mercurocromo sobre una enfermedad que precisa hospitalización y cirugía. Aunque a quienes miran habitualmente al dedo y nunca a la luna les deslumbren las continuas performances de nuestra sobreactuada izquierda actual.
El salto con pértiga constituye una de las disciplinas más complicadas del apasionante mundo del atletismo. Que ha generado históricamente, tal vez como respuesta del género humano a su reconocida dificultad, grandes talentos que marcaron época en el dominio de la disciplina. Desde el archiconocido saltador ucraniano Serguéi Bubka hasta la actual revelación mundial, el sueco Armand Duplantis, la prueba ha estado dominada de forma avasalladora por alguien que ha arrasado a sus rivales, y al que todos los demás competidores suelen mirar desde atrás.
En el debate filosófico entre el “homo homini lupus” de Hobbes y el “contrato social” de Rousseau yo, optimista ontológico, defiendo la dimensión social del ser humano. Creo que estamos hechos para vivir en sociedad, y que ofrecemos lo mejor de nosotros mismos en una comunidad regida por normas armónicas e integradoras. Aunque los sentimientos de pertenencia del individuo a su comunidad y la influencia que ésta transmite hacia sus miembros deben tener unos límites saludables. Que alguien ame lo suyo -y a los suyos- de una forma intensa y entrañable resulta conveniente. Que ese amor presente rasgos obsesivos o exagerados que impliquen ensimismamiento y desprecio por lo ajeno comienza a ser una desviación poco recomendable. Pero amar lo propio de una manera excluyente, odiando y repudiando lo diferente, revela una grave patología social.
En su muy recomendable ensayo titulado “Las edades del periodismo”, Xavier Pericay dedica un capítulo a tratar la autocensura en los medios de comunicación, o lo que él llama la “cultura de la conformidad”. Cuenta Pericay que la autocensura no es un fenómeno reciente, y que ya fue tratado por Wenceslao Fernández Flórez y por George Orwell en obras publicadas en la primera mitad del siglo XX. Se trata de una conducta, no siempre impuesta por el poder político sino emanada a veces de intereses económicos, sociales o comerciales, que hace que muchos periodistas -tengan el origen y la formación que tengan- acaben mimetizándose con la línea editorial del medio para el que trabajan, hasta el punto de “amoldarse” a lo que interesa contar en cada momento, y a la forma en que interesa hacerlo. Pericay recuerda una sonora frase de Orwell que dice “si la libertad significa algo, es el derecho a decirles a los demás lo que no quieren oír”. Trasladado al periodismo político, ello implicaría el deber periodístico de preguntar a los políticos justo lo que no quieren que se les pregunte.
El recto ejercicio del Derecho implica una adecuada combinación de ciencia y técnica. De ciencia –en el sentido de ciencia social- porque presupone el conocimiento suficiente de las normas jurídicas que regulan un supuesto de hecho. Y de técnica porque la aplicación de esas normas a los hechos examinados debe respetar unos criterios adecuados de interpretación, argumentación y adopción de conclusiones. Sin ciencia existe arbitrariedad, y sin técnica existe impericia. La falta de una o de otra, e incluso de ambas, nos lleva inexorablemente a la injusticia.
Un viejo refrán castellano, recopilado por el Centro Virtual Cervantes (sede en internet del Instituto Cervantes), dice que el asno le dijo al mulo “anda para allá, orejudo”. Para las víctimas de nuestras recientes leyes educativas -y para quienes anden justos en comprensión lectora- esa frase viene a definir a las personas que critican en los demás los defectos que ellos mismos exhiben de una forma continuada.
Titulo este artículo con un oxímoron para hablarles de un pleonasmo. Comunismo significa miseria y opresión. La historia así lo confirma. Como decir que la nieve es blanca o el cielo azul. No ha existido régimen comunista, desde 1917, que no haya empobrecido y tiranizado al pueblo que lo ha sufrido. Cosa que lleva sucediendo en Cuba, bajo la simpatía cómplice de la progresía internacional, desde hace seis décadas. Cuando un grupo de guerrilleros barbudos, mujeriegos y borrachos, criados en colegios religiosos, montaron una revolución con la excusa de salvar la isla del imperialismo yankee. Patria o Muerte fue su lema. Hoy, 62 años después, los cubanos anhelan desesperadamente Patria y Vida.
Afganistán jamás ha sido una potencia futbolística mundial. Aunque el fútbol, pese a quien pese, resulte ser un deporte que traspasa todas las fronteras y genera pasiones universales. Hasta tal punto de que -hace unos días- se divulgó un repugnante vídeo en el que unos talibanes afganos, entre risas, se pasaban a puntapiés -en un macabro simulacro futbolístico- las cabezas rapadas de varios rivales recién decapitados. Escuché casualmente en la radio el sonido de los golpes secos que emitían las patadas propinadas a esos desventurados cráneos, combinado con las carcajadas de los monstruosos tuercebotas que así se divertían, y les aseguro que resultan sonidos difíciles de olvidar. No resulta sencillo encontrar en el siglo XXI un ejemplo más repugnante de salvajismo y denigración de la condición humana como el que mostraron esos jóvenes barbudos henchidos de odio y fanatismo enfermizo.
“Leed. No imagináis el inmenso placer que vais a sentir. La literatura va a desarrollar vuestra imaginación, os permitirá abriros a mundos radicalmente nuevos en los que no habríais entrado si no fuera por las palabras, os va a permitir entender quienes sois, va a poner palabras a aquello que sentís y que ni siquiera sabéis sobre vosotros. Aprenderéis más del deseo de aventura leyendo Robinson Crusoe que yéndoos de viaje…. Cuando tengáis celos porque queréis a alguien que no os quiere basta leer a Proust para entender ese sentimiento, para ponerle palabras que os van a calmar, porque os harán comprender que formáis parte de una comunidad que siente las mismas cosas, que no estáis solos. Esa es la singularidad de la lectura. Es una actividad solitaria que os abre al mundo. Nunca estaréis tan cerca de los demás como cuando leéis un libro…. Y apartaos de las pantallas, salid de ellas. Las pantallas os devoran, la literatura os alimenta. Las pantallas os vacían, los libros os llenan. Esa es la diferencia. La literatura es un arma de libertad”.