Muy a pesar de lo que nos conviene de verdad, egos y personalismos están acabando -a pasos agigantados- con la política gestión. Cosa que suele suceder cuando la gente competente abandona masivamente el desempeño de los asuntos públicos. En una época dominada por los gurús de la comunicación, la política espectáculo y la propaganda desorejada, la última en subirse al carro del estrellato mediático ha sido la Vicepresidenta segunda del Gobierno, Yolanda Díaz. Una mujer desenfadada que se declara abiertamente comunista -sin importarle el exitazo arrollador de esa doctrina hasta la caída del muro de Berlín- pero que, en los últimos tiempos, se promociona como una estrella del rock.
¿Qué hace siempre ese individuo, con su cara de alelado, babeando ante el tirano? ¿Cuánto cobra por posar -unas cuantas veces al año- en el palacio de Miraflores bajo ese enorme retrato de Simón Bolívar? ¿Cómo consentimos los españoles -que le financiamos pensión vitalicia, coche oficial y escolta- que alguien a quien mantenemos de por vida avale continuamente los caprichos de un sátrapa caribeño?
En septiembre de 2018, conociéndose la intención de Sánchez de exhumar a Franco del Valle de los Caídos, escribí para El Mundo de Baleares un artículo llamado “El habitante del valle”, comentando mi sorpresa por la longevidad del dictador y su continuada presencia en nuestra vida pública. Hasta el Ayuntamiento de Palma ejecutó -hace poco- cazas de brujas franquistas, buscando momentos en los que titulares de algunas calles tuvieron relación con el régimen para eliminarlos fulminantemente. Sin pensar que esa búsqueda obsesiva podrían realizarla muchos políticos en sus propias familias, pues pocas se salvan hoy de antepasados cómodamente asentados en los 40 años de dictadura.
Hay gobernantes que contemplan a sus ciudadanos como a una jugosa bolsa de limones, destinados a ser exprimidos para extraerles todo el zumo posible. En especial si se trata de empresarios o autónomos, que no dependen en absoluto de la creciente mamandurria pública. Nuestro ejecutivo actual está plagado de amantes de la limonada, como llevan dos años demostrándonos Sánchez, Montero, Calviño, Escrivá y los demás encargados del área económica. Su objetivo es pasarnos por el exprimidor para atender los numerosos peajes que la subsistencia de nuestro peculiar Gobierno de coalición precisa.
El Partido Popular tiene la fea costumbre de pegarse disparos en el pie. Y no uno sólo, sino que suele vaciarse el cargador de forma compulsiva, dejándose la extremidad convertida en un colador como en los viejos spaghetti western. Si editara un manual de “instrucciones infalibles para machacar a los propios y resucitar a los ajenos” lo convertiría en un best seller mundial de la actividad política. Debe ser una vieja tradición que impregna -como un olor acre- los pasillos de Génova 13, esa sede tenebrosa donde el Presidente del partido no se enteraba de los trapicheos del Tesorero, que trabajaba en el despacho de al lado.
Jamás me he sentido un antisistema. Ni cuando era un jovenzuelo impulsivo que andaba descubriendo el mundo. El ansia de despotricar contra todo me ha parecido siempre un comportamiento pueril y de cobarde irresponsabilidad. Un síntoma evidente de eterna adolescencia, esa que -después que en la piel- genera acné también en las neuronas, y a muchos no se les cura ni traspasada la cincuentena.
La Presidenta del Congreso de los Diputados, Meritxell Batet, ha decidido acabar con su prestigio a puntapiés. Y por partida múltiple, en un ejercicio político-futbolístico que no superaría ni su idolatrado Leo Messi. Pateó reiteradamente la Constitución cuando decretó el cierre parlamentario y sancionó dos estados de alarma y una cogobernanza con las Comunidades Autónomas, declarado todo inconstitucional por nuestro más alto Tribunal. Luego vino la sentencia por la patada -literal- a un policía del diputado de Podemos Alberto Rodríguez, que le supuso una condena firme del Tribunal Supremo por atentado contra la autoridad. Rodríguez fue condenado a una pena de prisión con la pena accesoria de inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo (ser elegido para un cargo público) durante la condena. Aunque en la propia sentencia se acordaba la posible sustitución de la pena de prisión por una multa económica, ello no afectaba a la pena accesoria de inhabilitación.
Los accesos rodados a la capital balear reciben hoy a los conductores con unos enormes paneles blancos que dicen “Palma Ciutat 30”. Esa machacona leyenda hace referencia a la política de movilidad del consistorio municipal, en vigor desde hace casi un año, que pretende -en una ciudad de más de 400.000 habitantes- que ningún automóvil se desplace a más de 30 km/h, so pena de incurrir en cuantiosas multas que nuestro Ayuntamiento se está inflando a cobrar.
Poner a parir el capitalismo está de moda. En los foros más dispares. Para asomar la cabeza sobre el pozo de mediocridad que hoy nos invade, muchos escritores, artistas y comunicadores consideran conveniente criticar con saña la economía capitalista. Como si eso les proporcionara un salvoconducto de mejores personas o un carnet de concienciados sociales que abriera muchas puertas en la buenista sociedad actual. Hasta al Papa Francisco le conocemos declaraciones críticas con el sistema capitalista, que no todos los católicos hemos entendido en su verdadera intencionalidad.
No existe mejor manera de desenmascarar a un fanático que dejarle hablar. O callar durante interminables segundos ante una cámara fija. Especialmente si se siente protegido por su confortable entorno natural. Esa es la principal virtud del documental “Bajo el silencio” del corajudo director vasco Iñaki Arteta, proyectado el pasado jueves en la sala Augusta de Palma, en acto organizado por Sociedad Civil Balear. Una película estremecedora e inteligente donde, a través de las ingenuas preguntas formuladas por un joven graduado en periodismo de origen colombiano, el entorno abertzale va abriendo en canal -casi inconscientemente- sus miserias morales y, especialmente, su pavorosa simpleza argumental.