Una de las grandes paradojas de nuestros extraños tiempos modernos es ver a una parte del Gobierno ejerciendo continuamente de oposición, mientras que una mayoría de medios y opinadores reprochan sin cesar a la oposición -a la de verdad- que trate de ejercer como tal frente al actual Gobierno de coalición. Resulta todo ciertamente esperpéntico, como sacado de una película de los hermanos Marx, pero en una versión cutre y bastante patética, del nivel que proporcionan tipos como Ábalos, Lastra o Carmen Calvo. Que eso sí que es una reunión “al más bajo nivel”, como decía sarcásticamente Albert Boadella en una hilarante performance que montó a las puertas de la casa del fugado Carles Puigdemont en la localidad belga de Waterloo.
En cuanto a lo primero, ver a cuatro Ministros del Gabinete de Sánchez comportarse habitualmente como la oposición al Gobierno de la nación del que forman parte (apoyando al separatismo, criticando el Jefe del Estado y a las principales instituciones nacionales como la Justicia o la Guardia Civil, alentando algaradas callejeras y manifestándose continuamente contra el régimen constitucional), resulta la consecuencia lógica de meter a populistas en el Gobierno. Son gente que se desenvuelve mejor montando escraches y haciendo mítines que trabajando, aprobando proyectos y elaborando presupuestos, cosas que no han hecho nunca en toda su vida. El que con críos se acuesta meado se levanta. Y, en el pecado de coaligarse con ellos, lleva Sánchez esta insufrible penitencia.
Pero lo segundo, criticar a los demás partidos que hagan verdadera oposición al Gobierno, resulta francamente descacharrante. Toda la izquierda mediática y parte de la derecha también -esa tan acoquinada siempre por sus rivales- afea continuamente a los partidos ajenos a la actual coalición de Gobierno que ejerzan de forma clara y rotunda su labor opositora. Y que critiquen y controlen al Gobierno de una forma seria, estricta y contundente. Con argumentos infantiloides del tipo que si así contribuyen a cohesionar al Gobierno, que si son una fábrica de podemitas o independentistas, que si mejor no protestar o manifestarse por lo que pueda ser, que si el tono de uno o del otro es excesivo, que si viva la moderación (mientras los rivales se regodean en su radicalidad sin cesar), que si Cayetana Álvarez de Toledo tiene demasiada cultura o un cierto tono de prepotencia (como si el tono habitual de Sánchez o de Iglesias fuera melifluo o conciliador), que si Edmundo Bal domina o retuerce demasiado las leyes, o que si Espinosa de los Monteros es demasiado vehemente. A muchos les parece la mejor estrategia que PP, Ciudadanos y Vox no hagan ni digan nada ante un Gobierno mentiroso, incompetente y desacreditado internacionalmente, cuya desconfianza generada en la esfera europea empezamos a pagar todos. Y un buen número de ciudadanos -y hasta de dirigentes políticos- cada vez más idiotizados se lo acaba creyendo a pies juntillas. Comprando sin rechistar el precocinado relato que conviene a quienes quieren agarrarse al sillón y no ser controlados por nadie.
Toda ésta situación, perdónenme ustedes, es completamente ridícula, y no se corresponde con los estándares de la vida pública exigibles en un país serio ni en un verdadero sistema democrático. Cuya única esencia intocable es la existencia de controles al poder. ¿No han visto ustedes los debates a cara de perro que se producen en la Cámara de los Comunes británica, en el Bundestag alemán o en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos de América? Muy pocos de ellos serían aptos para retransmitirlos en horario infantil. Si la pandemia nos hubiera cogido con la derecha en el poder no bastarían los extintores de toda Europa para apagar las calles y silenciar los escraches que montarían a Pablo Casado o a Inés Arrimadas los esbirros de “Coleta Morada”. Todos los días, uno tras otro, echándoles a la cara los más de 50000 muertos que llevamos acumulados en nuestro triste récord mundial, y la pavorosa crisis económica que se avecina.
Esta misma actitud melindrosa y acomplejada está manifestándose también con el reciente anuncio de la moción de censura frente a Pedro Sánchez promovida por Vox. Que tiene todo el derecho constitucional a plantearla frente al actual Presidente del Gobierno, como éste mismo hizo hace dos años frente a Mariano Rajoy, aunque la aritmética parlamentaria la condene a un más que previsible fracaso. Como han fracasado tres de las cuatro promovidas en España desde 1978. No cabe utilizar en este caso varas de medir diferentes para deslegitimar a Vox, ya que los instrumentos constitucionales como la moción de censura cumplen, además de las propias, otras funciones complementarias como visibilizar a la oposición, desgastar al Gobierno y poner en evidencia contradicciones y nervios en quienes ejercen el poder, aunque no logren descabalgarles de él. Cualquier instrumento legítimo puede ser utilizado por los partidos que integran el arco parlamentario. Y eso resulta perfectamente acorde con el texto constitucional y a nadie debería alarmar o avergonzar, venga de quien venga.
Lo que ya se entiende peor es el rechazo a la moción de censura por parte de PP y Ciudadanos simplemente porque venga promovida por Vox. Es evidente que un gran número de ciudadanos españoles censura la gestión de la pandemia realizada por el Gobierno actual. Si algunos se desmarcan de la iniciativa, deberían aclarar bien a los españoles su estrategia de oposición, desmontando con eficacia la obsesión de Sánchez de meter continuamente miedo a la “ultraderecha”. Si PP y Ciudadanos consideran tan deficiente y mejorable la gestión de Pedro Sánchez desde que se declaró el estado de alarma deberían apoyar la moción, o bien explicar con gran claridad su alternativa de futuro. Cualquier otra actitud pasiva sería rendirse vergonzantemente ante el mainstream mediático promovido por la izquierda y, lo que es más grave, renunciar a abanderar un proyecto de país diferente y mejor gestionado que el que ahora padecemos. Sólo por inconfesables y patéticos complejos. Hacer oposición nunca refuerza al enemigo. Lo que le refuerza de verdad es esperar y no hacer nada.
Por Álvaro Delgado Truyols
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