Nuestra Constitución de 1978, en su artículo 1.3 dice que “la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria”, y en el artículo 56.1 que “el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia…”. Por su parte en el artículo 168 se regula el procedimiento de reforma diciendo que “cuando se propusiere la revisión total de la Constitución, o una parcial que afecte al Título preliminar, se procederá a la aprobación por mayoría de dos tercios de cada Cámara y a la disolución inmediata de las Cortes. Las Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras. Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación”.
El debate que podemitas, juventudes socialistas e independentistas quieren promover en nuestro país tras la salida de España de Juan Carlos I no representa una reflexión serena y constructiva sobre nuestra mejor forma de Gobierno. Por el contrario, supone una polémica artificial que trata de apelar a las vísceras de gente polarizada y escasamente informada. Y es, además, un debate tramposo que encubre intenciones no manifestadas. Digo que la polémica es artificial porque pretende plantearse en los medios, en la calle o en las redes sociales, prescindiendo del procedimiento legal específicamente establecido para la reforma de nuestra Constitución. Todos estos populistas de variado pelaje sólo aceptan las leyes si favorecen sus intenciones. Pero, al no verse capaces de conseguir las mayorías exigidas para cambiar el régimen constitucional, se dedican a hacer ruido olvidándose de las normas vigentes. Las normas sólo se aplican a los demás. Ellos están siempre por encima.
Y el debate resulta, además, tramposo porque aquí nadie trata de buscar lo mejor para el pueblo español, ni el régimen más conveniente para la gobernabilidad de España. No es esa la intención de políticos y partidos a los que España les importa un pimiento morrón. La cuestión es peor intencionada, y tiene una doble vertiente. Por un lado, y como establece el artículo 56 de la Constitución, el Rey es el “símbolo de la unidad de España”, cosa que a toda esta tropa le repatea profundamente. Piensan que cargándose la Monarquía sus aspiraciones independentistas y disgregadoras serán mucho más fáciles de conseguir. Y, por otro lado, resulta más que probable que existan “sueños húmedos”, como ha definido recientemente el periodista Carlos Herrera, en la actitud de Sánchez e Iglesias. Tras desenterrar a Franco y haber expulsado del Palacio de la Zarzuela a Juan Carlos I, creen firmemente que una Tercera República española garantizaría el gobierno permanente de la izquierda y, a ellos mismos, un posible retiro dorado cuando su etapa en Moncloa llegue a su final.
Para que entiendan ustedes la jugada con mayor nitidez, es preciso -como para casi todo- remontarse un poco en nuestra historia. Pero en la de verdad, no en la que cuentan los edulcorados libros de texto de nuestras escuelas. En España han existido dos experiencias republicanas, ambas fracasadas con estrépito. La Primera República se proclamó el 11 de febrero de 1873, y duró hasta el 29 de diciembre de 1874. Fueron 23 meses convulsos en los que se sucedieron cinco Presidentes diferentes, que se caracterizaron por el colapso político, la guerra carlista y el desastre cantonal (hasta Alcoy, Jumilla, Cartagena o Tarifa se declararon independientes). El caos fue tan grande que pronto se produjo la restauración borbónica. La Segunda República fue un experimento más duradero, pero que acabó aun peor. Se proclamó de una forma espontánea por el abandono de España del Rey Alfonso XIII tras las elecciones municipales del 14 de abril de 1931, y acabó con la derrota del Gobierno republicano en la Guerra Civil, que duró desde el 18 de julio de 1936 hasta el 1 de abril de 1939.
Pero existe un fenómeno crucial en el devenir de la Segunda República española que muy pocos conocen de verdad, y que resulta de capital importancia para explicar las turbias maniobras que en el año 2020 algunos están ensayando. Una de las causas esenciales -si no la fundamental- del fracaso de nuestro segundo intento republicano y del estallido de nuestra Guerra Civil fue la expresa voluntad, manifestada por todos los políticos del régimen, de excluir a los partidos monárquicos y a los de derechas de cualquier participación en el Gobierno. La frase «la república es sólo para los republicanos“ constituyó el lema inspirador de los grandes protagonistas del republicanismo español, desde Manuel Azaña para abajo, hasta el punto de que cuando el centro-derecha ganó las elecciones del 19 de noviembre de 1933 -primeras en las que la mujer ejerció el derecho al voto en España- los líderes de izquierdas presionaron al entonces Presidente de la República Niceto Alcalá Zamora para que las anulara y convocara otras elecciones o, en su defecto, no permitiera a la CEDA de José María Gil Robles formar Gobierno. Y así efectivamente sucedió, nombrándose Jefe del Gabinete al radical Alejandro Lerroux. En las elecciones de febrero de 1936, un conocido “pucherazo” evitó también el triunfo de la derecha, como han documentado abundantemente los historiadores Álvarez Tardío y Roberto Villa, dando lugar al malhadado Frente Popular. Todo eso hizo decir al gran hispanista Stanley Payne que “la Segunda República constituye un manual sobre los errores que no deben cometerse para consolidar una democracia”.
Con independencia de que la República pueda aparecer como un régimen más racional y moderno que una Monarquía hereditaria para la gobernabilidad de un país en el siglo XXI, lo cierto es que en España ese debate tiene trampa. La izquierda española nunca ha dejado de ver al régimen republicano como su cortijo particular, ese en el que nunca podrían gobernar sus rivales, cosa que no sucede en ninguna otra República del mundo. Por ello, dadas las características de nuestro país, una figura neutral, formada y no politizada como el actual Rey Felipe VI siempre dará mejor resultado.
Por Álvaro Delgado Truyols
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