La falta de base cultural y la manipulación constante de sus conocimientos históricos que hoy sufre la gran mayoría de los ciudadanos -cosas que la Ley Celaá quiere asentar en España de forma indefinida- favorecen que gobernantes sin escrúpulos traten de camelarse a la gente apelando a figuras míticas -convenientemente edulcoradas- con el exclusivo fin de perpetuar sus partidos en el poder. Si a ello unimos una pavorosa ausencia de análisis crítico y una educación basada en emociones y sentimientos que fomenta un igualitarismo forzoso -marginando el talento, el esfuerzo y el conocimiento- conseguimos el caldo de cultivo perfecto para la aparición de mitos sociales que encauzan monumentales engaños políticos.
El Comandante Hugo Chávez, un personaje con formación castrense y pico de oro -especialmente para mítines tropicales regados con ron y música de vallenato-, llevó al pueblo venezolano a una adoración cuasi-divina hacia la figura del Libertador Simón Bolívar, que le sirvió para consolidar una tiranía comunista puesta al servicio de los intereses económicos de la empobrecida Cuba de Fidel Castro. Chávez, que al llegar al poder carecía de una base cultural e ideológica reconocible, fue convenciendo a su pueblo de que “hablaba” a diario con el Libertador (pasaba horas “platicando” a solas con su retrato, colgado en el Palacio de Miraflores), e inventó decenas de frases que un tipo fallecido en 1830 le “recetaba” para un país del siglo XXI, que luego comentaba en su programa televisivo Aló Presidente. Aunque la verdad que nunca contó es que Bolívar jamás fue comunista. Ni tampoco “hombre del pueblo”, ni defensor de los desfavorecidos, ni siquiera un tipo ejemplar.
No obstante la romántica visión que de sus últimos meses de vida dio Gabriel García Márquez en “El general y su laberinto”, se conoce una demoledora carta escrita el 14 de febrero de 1858 por Karl Marx a su correligionario Friedrich Engels, en la que el creador del marxismo describía a Bolívar como un personaje “aborrecible, cobarde, brutal y miserable, incapaz de todo esfuerzo de largo aliento, cuya dictadura pronto degeneró en una anarquía militar”. Pasando olímpicamente de Marx, la izquierda latinoamericana convirtió con habilidad a ese descendiente de aristócratas españoles, propietario de esclavos, depredador de mujeres y resentido contra su país de origen, en el líder que los desfavorecidos de Iberoamérica necesitaban para huir de su mísera realidad. Chávez llegó en 2010 a desenterrar su esqueleto y reconstruir digitalmente su cara en tres dimensiones, añadiéndole rasgos mestizos para alejarle de la nobleza criolla y que así pareciera “uno de los suyos”. Y su pueblo se lo tragó todo.
Cosa parecida sucedió en Cataluña con los Libertadores Rafael Casanova, Lluis Companys, o el ínclito Jordi Pujol. El primero, hoy convertido en icono del nacionalismo catalán y al que los políticos independentistas dejan flores en su estatua cada año en la celebración de la Diada, era Conseller en Cap en Barcelona durante el asedio de las tropas borbónicas de Felipe V en el año 1714. Tras ser mitificado desde la década de los 80, estudios históricos recientes firmados por Henry Kamen, Pedro Insua o Jesús Laínz, corroborados por documentos originales y por las declaraciones de su descendiente Pilar Paloma Casanova, han demostrado que Rafael Casanova fue un partidario del Archiduque Carlos (el pretendiente austriaco al trono de España) y nunca del independentismo catalán, que la Guerra de Sucesión no fue en modo alguno una guerra de Cataluña contra España, y que Casanova dejó además profesión escrita y firmada de su amor por la patria española. Tras perder la Guerra de Sucesión, huyó de Barcelona vestido de monje, volvió en 1719 tras ser amnistiado, y vivió 32 años más ejerciendo de abogado y sintiéndose completamente español. Todos ellos hechos históricos que el independentismo catalán oculta de forma clamorosa.
Por su parte Lluis Companys, Presidente de la Generalitat durante la Guerra Civil española, otro supuesto prócer de la libertad de Cataluña al que su fusilamiento en 1940 convirtió en un mártir para la causa independentista, había sido responsable del asesinato de 8.129 ciudadanos catalanes por motivos exclusivamente ideológicos y religiosos. Fue el organizador de un criminal régimen de terror contra toda persona acusada de ser de derechas, católica o propietaria de empresas o bienes destacados, a quienes se fusiló de forma inmisericorde sin juicio real ni proceso previo durante su mandato.
Su moderno sucesor Jordi Pujol, cabeza de una familia numerosa que ha adquirido notoriedad por estar todos procesados por graves delitos económicos, dirigió un sistema administrativo de saqueo -enmascarado bajo una supuesta construcción nacional catalana- para llevarse durante varias décadas el tres per cent de las adjudicaciones de obras y servicios públicos de la Generalitat. Senyeras al vent i butxaca plena. Y ambos ex Presidentes, hoy notorios delincuentes, han sido santificados como padres de la patria ante millones de catalanes que idolatran sus inventadas figuras de cartón piedra, sin profundizar jamás en las miserias de los personajes reales. Porque para muchas mentes obtusas su aireado patriotismo blanquea su actitud criminal.
Qué decir del blanqueamiento descarado de los Libertadores del pueblo vasco que estamos viviendo desde los tiempos de Zapatero. Resulta repugnante ver como gente que brindaba con champán cuando ETA despedazaba mujeres y niños en numerosas casas-cuarteles condiciona los Presupuestos Generales del Estado de todos los ciudadanos españoles. Pero ya corre raudo el socialismo oficial -y sus socios separatistas y comunistas- a vender el relato de que “es buena noticia que Bildu esté dentro del sistema”. Cuando sus líderes acaban de declarar su propósito de dinamitarlo. Única cosa en la que tienen largamente acreditada una notable habilidad.
El último ejemplo patético de Libertador de cartón piedra ha sido Maradona. Un jugador excelso en tiempos de un fútbol duro y diferente, donde regatear rivales era “nadar entre tiburones blancos” (maravillosa frase de Poli Rincón), que se convirtió por los gobernantes latinoamericanos en un mito social para ilusionar a la gente. Acabando sus días como un juguete roto manejado políticamente por tiranos cuya obsesión fue siempre recortar libertades y acomodarse en el poder.
Por Álvaro Delgado Truyols
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