No tengo por costumbre tratar cuestiones jurídicas de mucha enjundia en mis colaboraciones en prensa. Salvo pinceladas concretas y principios fundamentales, que siempre es bueno remarcar, soltar rollos profundos referidos a las especialidades profesionales de cada uno no me parece la función de quienes escribimos habitualmente en los medios de comunicación. Pero hay ocasiones en las que no queda más remedio que hacerlo, aunque sea de forma elemental. Y hoy es uno de esos días en que explicar algunos conceptos jurídicos se hace más necesario que nunca.
La desconcertante época relativista que estamos viviendo, acelerada por la absoluta falta de escrúpulos –éticos y legales- del personaje que dirige nuestro país desde hace dos años, está sometiendo a nuestro Estado de Derecho al mayor test de estrés que haya podido sufrir desde la promulgación de la Constitución. Con la agravante de que nuestro régimen constitucional, a diferencia de otros que tienen consolidado un mecanismo de contrapesos que garantiza la estabilidad del sistema, resulta demasiado vulnerable hacia los gobernantes que tratan de acaparar demasiado poder.
Las presiones de los malos gobernantes sobre todos los resortes legales de un régimen bienintencionado -aunque diseñado con escasa maestría- hacen que ciertas ambiciones desmedidas –no frenadas por una ética personal- permitan a algunos tipos perversos obtener facultades exorbitantes que nunca fueron previstas por quienes idearon el sistema. Además de causar que el propio régimen entre en riesgo de colapso, ante el desgaste y el desprestigio constante al que esta forma de gobernar somete a sus principales instituciones.
Para que entiendan por dónde voy, sepan que la Constitución y las demás normas jurídicas constituyen un conjunto de reglas que entre todos nos hemos dado para ordenar nuestra pacífica convivencia. Esas normas, para conformar un verdadero Estado de Derecho homologable a las mejores democracias mundiales, deben cumplir tres requisitos fundamentales: emanar de un Parlamento elegido por sufragio universal; garantizar la igualdad de todos ante la Ley; e implicar limitaciones al ejercicio arbitrario del poder. Si no se dan estos requisitos, los tres a la vez, no tenemos Estado de Derecho ni régimen democrático que valga. Tenemos un Estado bananero o un peligroso proyecto de tiranía.
Todo esto viene a cuento de explicarles a ustedes que las normas jurídicas, que regulan la vida de una colectividad tan compleja como nuestro país, no deben ser redactadas por cualquier mindundi, ni de cualquier manera, ni bajo urgencias caprichosas o intereses coyunturales. La elaboración de Leyes requiere de una técnica depurada y del cumplimiento de unos fines generales, y jamás debería responder a obsesiones ideológicas ni ser el reflejo de voluntarismos particulares. Porque las Leyes regulan la vida de toda una colectividad, de los diversos sujetos integrantes de la misma, por lo que deben tener la mayor vocación posible de universalidad. Eso quiere decir que el Derecho se destina a regular la generalidad de los casos, no las excepciones, y nunca debe ser el reflejo de la santa voluntad de una Ministra, de un Presidente o de un limitado colectivo de ciudadanos.
La voluntad y el Derecho constituyen compartimentos separados y no fácilmente comunicables. Tanto por parte del legislador –que es quien elabora las Leyes- como por parte del ciudadano -que es quien las tiene que cumplir-. Hegel decía que las Leyes humanas, para ser honestas, debían superar el examen de la razón. Y Tomás de Aquino decía que los actos de la voluntad y de la razón se superponen mutuamente, ya que la razón delibera sobre el acto de querer y la voluntad precisa deliberar. Por ello, las normas ni pueden responder a la pura voluntad de quien las crea ni tampoco consagrar o defender la pura voluntad de quien las debe cumplir. El Derecho es el respeto a la voluntad de cada uno coordinado con el respeto a las voluntades y derechos de la colectividad. Por eso jamás puede amparar el absoluto libre albedrío de ningún ciudadano.
¿Qué quiero transmitirles con todo esto? Enseguida lo van a ver. Tenemos actualmente una coalición de Gobierno que, dada la inestabilidad de sus relaciones de poder, necesita pagar continuados peajes a una serie de colectivos perfectamente reconocibles. Sin importarles demasiado que esos pagos particulares sean abonados con cargo a los baqueteados derechos y libertades de todos nosotros. Con independencia de los peajes legales y económicos pagados al separatismo catalán, de los que me he ocupado ya en artículos anteriores, dos normas recientes tratan de contentar -de forma muy discutible- a otras colectividades en las que el Gobierno cree cultivar un importante nicho de votos: una es la Ley reguladora de la eutanasia, que posibilita la muerte médicamente facilitada con la simple voluntad del paciente, y otra es la llamada Ley “trans”, que permite el cambio de sexo en el Registro Civil con la simple manifestación efectuada incluso por menores de edad.
Ambas Leyes consagran, por diferentes razones, el peligroso principio de que la voluntad del interesado prevalece sobre cualquier otra cosa: el interés general, la moral colectiva, el orden público e incluso los principios médicos consagrados en el juramento hipocrático que prestan los profesionales de la salud. Y ello supone un delicado precedente para cualquier sistema legal. Basta ver los escasos países que presentan normas tan permisivas como las nuestras, indicativo manifiesto de las abundantes líneas rojas que el legislador español está alegremente traspasando por razones electoralistas y puramente coyunturales. Porque luego, los malos gobernantes se van, pero sus normas chapuceras se quedan.
El Derecho nunca debe santificar el realganismo oportunista ni el voluntarismo particular. Y jamás debe apartarse de la razón. Cosa diferente es que existan casos que requieran una terapia paliativa, o un cambio de sexo perfectamente justificado, que la Ley debe amparar con las garantías suficientes para el interesado y el conjunto de la sociedad. Para eso están las buenas Leyes y también los buenos Jueces. Pero de ahí a nuestra propagandística barra libre existe una distancia sideral.
Las Leyes existen para regular la convivencia de todos, nunca para comprar los votos de unos pocos.
PUBLICADO ORIGINARIAMENTE EN MALLORCADIARIO.COM EL 12 DE JULIO DE 2021.
Por Álvaro Delgado Truyols
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