“La vida de los otros” es el título de un inquietante largometraje alemán estrenado en 2006, que obtuvo en el año 2007 el Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Su trama se desarrolla en Alemania Oriental, y transcurre en los últimos años de existencia de la entonces llamada República Democrática Alemana, mostrando como el Estado, a través de la Stasi -su policía política- controlaba y espiaba la vida de todos sus ciudadanos para evitar desviaciones ideológicas, especialmente en los círculos intelectuales que podían poner en peligro al liberticida régimen comunista.

La película está ambientada en el Berlín de 1984, ciudad entonces dividida en dos por un muro con alambradas y ametralladoras en su parte Este, cuyo fin no era evitar que los del Oeste entraran al “paraíso” (como en el triste caso del construido por Donald Trump en la frontera USA con México), sino que los del Este pudieran escapar del infierno, hasta el punto de ametrallar a todos los infelices que lo intentaron, buscando una vida mejor. Porque ese es el resultado práctico de las repúblicas “democráticas” que los comunistas aún tienen las narices de vender. En los 28 años que duró construido el famoso muro de Berlín, 79 personas murieron intentando cruzarlo, y más de 100 resultaron heridas de bala. Y unos 4000 individuos lograron traspasarlo con éxito, todos hacia occidente, huyendo de ese siniestro régimen totalitario que la película retrata de forma magistral. Nadie lo cruzó nunca hacia el lado oriental.

Desprovistos todavía de ese dramatismo -porque aún no estamos ametrallando a nadie- en España hemos levantado desde hace décadas nuestro particular “muro de Berlín”. Que existe entre Cataluña y el resto de España. En un brillante artículo reciente, Jorge Bustos recordaba lo que fue Barcelona en otros tiempos, y cómo su modernidad y la libertad de épocas pasadas se han trasladado a Madrid. Decía que los madrileños de los 80 “crecimos con el hábito de la real gana, de los planes infinitos y de los amigos sin número y sin cuna. Y para cuando pudimos elegir dónde gastarnos la vida, Cataluña ya estaba enferma de control. Nada podía atraernos de allí”. Y remataba describiendo la curiosa situación de que “a las tres semanas de llegar (a Madrid) Rufián aquí ya era tomado por un prócer: madrileñísimo caso de movilidad social. A un madrileño en el Parlament ¿qué futuro le aguarda que no sea el escrache cotidiano? Para regresar a la Ilustración, la izquierda deberá descataluñizarse a fondo y madrileñizarse minuciosamente, sacudirse ese pánico reaccionario a la competencia por el que abraza las aduanas lingüísticas, culturales y hasta raciales del nacionalismo”.

En Cataluña hoy no se puede discrepar del credo dominante, ni pensar diferente al gran rebaño identitario, ni expresar tus ideas en público si no coinciden con las del nacionalismo oficial. Porque -si lo haces- te amenazan, te escrachan o te agreden las furiosas hordas del “apreteu”. Los estudiantes castellanoparlantes tienen que hablar su lengua materna a escondidas, porque hasta les delatan en el patio y los incluyen en las listas de desertores oficiales poco adictos al régimen. La Stasi de la vieja RDA vive hoy implantada en las aulas catalanas, cambiando los besos en la boca de Honecker por la devoción al procés y a las esteladas. Y sin admitir librepensantes ni disidentes.

A esto le llaman -con dos bemoles- “autodeterminación” y “derecho a decidir”. Y también “fascistas” a los apedreados y “demócratas” a los agresores, o “patriotas” a los violentos y “botiflers” a los pacíficos, en un juego lingüístico perverso que parece el eco de una lejana distopía orwelliana. Vivir en la Cataluña en el siglo XXI se asemeja -cada vez más- a pasar unas vacaciones en la parte alambrada del antiguo muro de Berlín. No te falta ni un grito, ni una amenaza, ni una piedra, ni una púa. La mitad de los ciudadanos catalanes vive cada día en sus carnes el opresivo argumento de “La vida de los otros”. Pero no en Netflix, sino en la calle, en su trabajo, en sus familias y en las escuelas de sus hijos.

Este apetecible modelo de convivencia se está trasladando sigilosamente a las Islas Baleares, bajo el pasotismo general. Especialmente a las escuelas e institutos de la part forana. Hoy nuestra Stasi profesoral ya se encarga de difundir la doctrina oficial, y de vigilar y delatar la disidencia. Y no deja de manifestar de forma ostentosa su odio y su desprecio cuando alguien pretende escapar de la alambrada, anhelando pensar libremente y expresar lo que le dé la gana, y además en el idioma que le pete. Para vivir, en definitiva, en democracia y en libertad. Si te vas, te señalan con el dedo. Sólo escasas y honrosas excepciones -unos pocos y escasos valientes, de entre todos los alumnos, padres y maestros- son capaces de mantener la dignidad y soportar la oprobiosa presión general.

Cuando uno ve “La vida de los otros” se apercibe rápidamente de la falta de libertades, de la angustia y del terror, generados por el omnipresente aparato represor del Estado. Los ambientes, la caracterización de los personajes y los decorados te introducen en una atmósfera asfixiante y opresiva. Nadie que vea la película es capaz de desear una existencia así. Pero lo que tan claro nos parece en la ficción no lo trasladamos luego a la vida real. Como en los años de plomo del País Vasco, en la Cataluña actual -y en bastantes lugares de nuestras islas- se masca una silenciosa opresión. Sin cables, sin micrófonos y sin policías, pero con idéntica intención totalitaria. Que la gente mimetiza en silencio, guardando sus opiniones -o incluso su lengua- para darles rienda suelta sólo en la intimidad.

De esta forma tan silente -y a la vez tan eficaz- se implantan hoy las tiranías y se laminan las libertades. Actualmente las revoluciones ya no precisan de tanques, misiles ni cañones. Se consuman adoctrinando a la juventud mediante escuelas, medios de comunicación y redes sociales.

PUBLICADO ORIGINARIAMENTE EN HAYDERECHO.COM EL 15 DE OCTUBRE DE 2021.

Por Álvaro Delgado Truyols