El Ministerio Fiscal, elemento esencial para el correcto funcionamiento de un Estado de Derecho, atraviesa en España una situación insostenible, que no merece la institución ni los ciudadanos que la financiamos. Según el artículo 1 de su Estatuto regulador, promulgado en 1981, “tiene por misión promover la acción de la Justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la Ley, así como velar por la independencia de los Tribunales…”, añadiendo el artículo 2 que actúa “conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad”.
¿Cómo debemos interpretar este batiburrillo de funciones aparentemente contradictorias entre sí (defender la legalidad, los derechos de los ciudadanos, el interés público, la independencia de los Tribunales y el principio de imparcialidad, pero hacerlo todo con unidad de actuación y, sobre todo, con dependencia jerárquica)? Los dos artículos antes citados parecen redactados para aplicarse en un lugar similar a “La República” de Platón, pero no resultan apropiados en un país como el nuestro. En un Estado civilizado, la unidad de actuación y la dependencia jerárquica deberían entenderse en el sentido de asegurar que el Ministerio Fiscal no defienda posturas contradictorias en procedimientos distintos, y que una jerarquía interna garantice esa actuación coherente y uniforme, pero respetando siempre la plena autonomía e imparcialidad de cada Fiscal, que debe actuar cumpliendo las Leyes y sin sumisión a nada ni nadie más.
Pero vivimos en España. Un lugar donde su Presidente del Gobierno, ya en época preelectoral, nos quiso despejar cualquier duda: “¿Y, la Fiscalía, de quién depende? Pues ya está…”. Así contestó en Radio Nacional de España Pedro Sánchez, entrevistado en noviembre de 2019, cuando el presentador le preguntó por la extradición de Puigdemont y su promesa en el debate electoral (incumplida, por supuesto) de “traerle de vuelta a España y que rinda cuentas ante la Justicia”. Un Presidente que, pocos meses después, empeñado en que no quede nada en España fuera de su férreo control, sacó a su Ministra de Justicia, Dolores Delgado, del Gobierno con la mano derecha, y la colocó con la mano izquierda el mismo día al mando de la Fiscalía General del Estado, como garante de esa imparcialidad y respeto a las Leyes que hoy proclama pomposamente el Estatuto de la profesión. Nunca se había dado en España una demostración tan grosera e indecente de colonización política de uno de los principales poderes del Estado, que resultaría inaudita -e incluso polémica- en cualquier democracia occidental. Y ahora su segundo, el Teniente Fiscal Navajas, tras defender con argumentos políticos al Gobierno en las querellas por el Covid, ha iniciado una purga ideológica en la Fiscalía.
Todo ello viene agravado en nuestro país por otra circunstancia preocupante. La proyectada reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal atribuye al Ministerio Fiscal la instrucción de todos los asuntos penales, apartando de esa función a los Jueces de Instrucción. Les recuerdo -para los legos en Derecho- que en nuestro país rige un sistema garantista de enjuiciamiento de todos los delitos, en el cual un Juez instructor efectúa la investigación de las circunstancias y sujetos del delito, y luego otro Juez diferente -normalmente un Tribunal colegiado- celebra el juicio y dicta sentencia. Ello tiene por objeto evitar que quien haya de dictar sentencia pueda tener su imparcialidad “contaminada” por las gestiones y diligencias realizadas durante el proceso investigador.
Y aquí viene la gran pregunta: ¿Cómo van a realizar las instrucciones penales de todos los delitos (incluidos los casos de corrupción política que puedan afectar a miembros de un partido determinado) los Fiscales si tienen unidad de actuación y dependencia jerárquica del Gobierno de turno? Recuerden la respuesta de Sánchez a la entrevista en RNE, que deja pocas dudas sobre su falta de escrúpulos al respecto. Ello nos colocaría a la altura jurídica (más apropiado sería decir “bajura”) de las togas bananeras (tal vez allí vistan chándal) designadas por Nicolás Maduro en Venezuela -cosa que no desagradaría, en absoluto, a algunos integrantes del actual Gobierno- pero resultaría una intromisión absolutamente impresentable en un Estado de Derecho del siglo XXI.
Toda esta anómala e híbrida situación institucional está generando importantes disfunciones en el sistema, e incluso confundiendo de forma peligrosa a los ciudadanos y también a los medios de comunicación. En nuestro país, con una Fiscalía que no es independiente del Gobierno de turno y está sujeta a un principio de obediencia jerárquica, muchos periodistas -y sus lectores u oyentes- realizan continuamente aventurados juicios paralelos. E interpretan erróneamente los pronunciamientos del Ministerio Fiscal, a cuyas apreciaciones o valoraciones suelen dar carta de naturaleza como si se tratara de verdadera cosa juzgada. Todo por proceder de un órgano funcionarial, dependiente del Estado, y sujeto a esos extraños principios -al inicio mencionados- que resultan poco compatibles entre sí.
La incultura jurídica de la mayoría de la gente, unida a la irresponsabilidad y mala intención de algunos medios, impide clarificar ante la opinión pública que el Fiscal es una “parte” en el procedimiento, que puede instar o calificar lo que quiera, pero que su criterio se contrasta siempre con la opinión de la contraparte, dado el principio contradictorio que rige nuestro garantista proceso penal. Y los medios nunca hacen el mismo caso a los argumentos de la defensa, tan importantes o más que los otros puesto que rige un principio de presunción de inocencia, resultando mucha gente mediáticamente “condenada” por lo que de ella diga el Ministerio Fiscal. Cosa que supone una injusticia sideral y, en ocasiones, una jugada política.
No queda más remedio, por el bien de una institución necesaria y respetable, y por el mantenimiento de la imparcialidad que los órganos judiciales de un país moderno precisan, que reformar el Estatuto del Ministerio Fiscal para consagrar su absoluta independencia. No le iría mal al engreído habitante de La Moncloa encontrarse con alguien que le pare los pies porque, simplemente, no “dependa de él”.
Por Álvaro Delgado Truyols
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