Joseph Fouché fue un político francés que ocupó puestos relevantes durante la Revolución, el Imperio Napoleónico y la restauración monárquica, caracterizándose por una sorprendente habilidad para la supervivencia -no sólo política sino también física, en una época en la que la guillotina causó estragos entre sus conciudadanos- y por una ausencia absoluta de ideología y de moralidad. Su única ideología conocida, a la que consagró toda su vida -que discurrió desde su juventud como seminarista hasta el retorno de la monarquía a Francia, pasando por etapas como criminal represor revolucionario y como aliado de Napoleón en su ascenso dictatorial al poder- consistió en colocarse siempre al lado del poder triunfante en cada momento político. Fue un tipo audaz, frío, ambiguo, impenetrable y amoral, lo que le permitió vivir holgadamente -falleció siendo Duque de Otranto, con una fortuna de 14 millones de francos- hasta los 61 años en un periodo histórico en el que sus correligionarios difícilmente superaban la treintena con la cabeza ubicada sobre sus hombros.
La figura política de Fouché fue minusvalorada e ignorada por la mayoría de los libros de historia. Tal vez por haber sido una especie de reptil político especialmente repugnante, difícilmente reivindicable por la labor hagiográfica de la mayoría de historiadores clásicos. Hasta que primero Balzac, y luego la excelente biografía que sobre su figura escribió Stefan Zweig pusieron de moda su hasta entonces despreciada figura, llevándola hasta el alcance del gran público y no sólo de cuatro investigadores frikis o estudiantes gafapastosos. Desde ese momento, y de una forma creciente en los albores del siglo XXI, la política se nos está llenando de Fouchés. Todos carentes de su talento, pero ahítos de la misma ambición, inmoralidad y ansias desbocadas de alcanzar cualquier poder.
La política y los políticos que padecemos hoy en día no tienen, en general, ninguna intención de mejorar la vida de sus conciudadanos. Sólo aspiran, con escasas y honrosas excepciones, a mejorar la suya propia. Su objetivo no es hacer que el país funcione mejor, ni perfeccionar la operatividad de las Administraciones o de los servicios públicos, ni facilitar el día a día de sus administrados. No tienen intención de alcanzar grandes objetivos, de trazar planes a largo plazo, de incorporar novedades necesarias como la digitalización administrativa o la reducción de costes superfluos o innecesarios. Su única ambición es ocupar el poder. Y si para ello tienen que hipotecar indefinidamente nuestro futuro no dudarán en hacerlo porque disparan con pólvora del rey. O sea, con el dinero que nos esquilman con sus crecientes impuestos, que se malgasta en la creación, mantenimiento y subvención de estructuras cuyo fin exclusivo es mantenerlos en sus cargos (en España se subvencionan 122.000 millones al año). Hasta arriesgan el régimen constitucional con tal de ocupar sus poltronas algunos meses más.
El problema no es que existan políticos sin escrúpulos. En todas las épocas, con mayor o menor fortuna, han existido muchos Fouchés. Aunque en la Francia revolucionaria hacían falta estudios y talento para desempeñar el oficio de reptil. La verdadera cuestión es que se minusvaloran las ideas en beneficio del “relato”, se aparcan los proyectos en pos de la propaganda, se desprecian los ideales en búsqueda de la demoscopia. Por eso ha triunfado un personaje como Pedro Sánchez, y por eso sus barones acaban de hacer mudar de piel a Pablo Casado de una forma tal vez útil pero vergonzante. Alguien que se presentó frente a Soraya como defensor de las esencias liberal-conservadoras ha mudado en un año en un insulso proyecto de Sorayo, aunque desprovisto de talento y de liderazgo. Su frase de que su partido no debe aspirar a mejorar la sociedad sino adaptarse a ella -mientras la sociedad se la están modelando a sus anchas los medios y los gobernantes rivales con sus proyectos culturales y de ingeniería social- pasará a los anales de la falta de personalidad y del carácter acomodaticio que hoy se estila.
Nos encontramos con la chocante situación de que la defensa de las ideas hoy sólo se mantiene en los extremos de nuestro amplio espectro político. Resulta evidente que Vox y Podemos representan actualmente proyectos más ideológicos y menos utilitaristas que el PSOE, el PP o Ciudadanos. Aunque algunos desmientan sus ideas con su comportamiento personal, absolutamente contradictorio con lo que prometían a sus seguidores en las acampadas del 15-M. Pero los partidos más centrados -sorprendentemente- se regodean obscenamente en su falta de ideología y en su exclusiva búsqueda del éxito en las encuestas, sin pensar en lo que necesitan la mayoría de los ciudadanos. Quienes, a su vez, están siendo convenientemente abducidos por los elaboradores de “relatos” para que se traguen sin rechistar el triste menú que nuestra política nos sirve hoy en día. Porque hoy Sánchez no gobierna, sólo hace oposición a la oposición, para conjurar el único peligro que cree que le acecha para poder conservar el poder.
La política democrática requiere una confrontación de ideas, de proyectos, de modelos de sociedad. Para que cada ciudadano pueda elegir el que mejor le parece. Pero actualmente estamos promoviendo dos cosas terribles, que alteran sustancialmente el normal juego democrático: una, la desaparición de las ideas en favor de un infame utilitarismo electoralista; y otra, la descalificación permanente y machacona de unas ideas frente a las otras. Decía recientemente Cayetana Álvarez de Toledo que el tablero de la política española está anormalmente inclinado: abajo habitan liberales y conservadores, y arriba progresistas y nacionalistas. A los primeros siempre les toca luchar cuesta arriba, estando institucional y mediáticamente en continua desventaja. Los otros siempre juegan con la pendiente a favor. En una sociedad cincelada por la izquierda y el nacionalismo, si todos renuncian a cambiarla y nadie quiere equilibrar el tablero -para jugar en las mismas condiciones- nos encaminamos hacia la imposición y la dictadura. Por ello, sólo los fracasos clamorosos de la izquierda podrán conseguir la existencia de una sana y deseable alternativa. Lo cual representa una degeneración de nuestra ya endeble calidad democrática.
Por Álvaro Delgado Truyols
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