El deporte suele ser una de las mejores escuelas de vida que cualquier persona pueda experimentar. Practicando deporte de competición, aparte de sus beneficios intrínsecos para el cuidado físico, se aprenden valores esenciales como el compañerismo, el esfuerzo, el respeto al rival y la disciplina. Y se descubren, también con indudable utilidad, artes vitales menos nobles -aunque no menos frecuentes- como la picaresca, el fingimiento o el victimismo. Qué recuerdos aquellos del mítico Johan Cruyff, con el balón del partido bajo el brazo, conversando sin parar con el árbitro y dirigiendo todo lo que sucedía en el campo a su alrededor. Trasladando las enseñanzas del deporte a la dureza de la vida real, constatamos que en España existe una notable desproporción en el volumen y la repercusión de la opinión publicada -a través de medios, redes y televisiones- entre el bando “progresista” y el bando liberal-conservador. Porque el terreno de juego de la opinión pública no resulta estar igual de regado y alfombrado para todos los jugadores por igual.
Con independencia de la irregular distribución de medios y de concesiones, tema en el que la derecha española ha mostrado siempre una torpeza legendaria, existe una forma de pensar -y también de expresarse- educada, argumentada y profundamente democrática que no tiene por qué comulgar con los arquetipos de la izquierda. Y no me refiero a las ideas ”de progreso”, tan respetables como cualesquiera otras siempre que se expongan con corrección y tolerancia, con las que uno -además- puede coincidir en mayor o menor medida ya que nadie está en posesión de verdades absolutas. Me refería más bien a una cuestión de estructuras mentales, a los límites que deben considerarse admisibles en el amplio campo del debate público, que nuestros avispados “progresistas” pretenden siempre acotar según su interés particular. Legitimar manifestaciones contra las fuerzas de orden público del mundo en general, o tolerar asaltos salvajes a comercios, empresas o monumentos con el fundamento de una supuesta “lucha contra el racismo” son ejemplos muy recientes de la influencia de un falso “progresismo” en el comportamiento multitudinario de la mayoría de los pueblos y de sus medios de comunicación. La situación ha llegado hasta el absurdo de que la Guardia Nacional norteamericana ha tenido que proteger del vandalismo de los supuestos “antirracistas” el monumento dedicado a Abraham Lincoln en el National Mall de Washington D.C. Algunos descerebrados manipulados por el mainstream destructivo de la izquierda universal deberían destrozar menos y culturizarse más. Y estudiar en los libros de historia que ese gran Presidente introdujo la abolición de la esclavitud en la Constitución de los Estados Unidos de América, razón por la cual fue asesinado por un esclavista sudista en el año 1865.
La izquierda y el nacionalismo actuales -y sus bien regadas terminales mediáticas- se sienten habitualmente muy cómodos imponiendo a todos los demás sus trucadas reglas del juego. Marcando las líneas de cal, decidiendo de manera unilateral qué temas se pueden debatir, alejando del foco público otros que dan por sagrados o indiscutibles, y excluyendo o descalificando a algunos rivales para que no puedan participar en el juego. Lo que consiguen apelando continuamente a derrotas olvidadas o a dictaduras ya obsoletas, a falsarias razones de “ciencia” (utilizan las ciencias sociales -historia, sociología, filología- como si fueran verdades matemáticas) o a presuntos viejos “consensos” como argumentos de autoridad que legitimen su insufrible ventajismo. Y fomentan que una buena parte de la gente, para nada fanatizada o polarizada, se sienta “incómoda” o incluso “traidora” leyendo o escuchando determinados argumentos. Incitándoles de forma tramposa a generar rechazo mental hacia todo lo que huela a “liberal”, “de derechas”, “norteamericano” o incluso “español”. Como si la auténtica democracia existiera solamente en una mitad del terreno de juego, esa que discurre desde el Ala Oeste de Ciudadanos hasta los límites exteriores donde habita Podemos.
Hacen gala así de una supuesta “superioridad moral” para señalar a todos los demás, usando el caprichoso pulgar del emperador romano, lo que es aceptable que lean, piensen o escuchen. Proclamarte progresista, escribió hace poco Jorge Bustos, “te libra de la gravosa tarea de tener que demostrar que piensas, escribes u obras mejor que un liberal o un conservador”. Y así reparten entre el pueblo llano falsas credenciales de “buen ciudadano”, como si las ideas socialmente admisibles -esas que quedan guay en cualquier reunión social- fueran patrimonio exclusivo de la izquierda o del nacionalismo. Por ello, cuando alguien osa sobrepasar sus fronteras, o les pone frente al espejo de sus miserias o contradicciones, recibe en seguida la “amable” visita de las hordas “de progreso” (ya saben que aquí llamamos “progreso” a cualquier cosa). Y así acaba insultado o linchado en tertulias, medios y redes sociales con el estigma de “facha”, “franquista” o elemento antisocial. Porque, con la soberbia típica del que nadie le discute la razón, su más elaborado contraargumento no suele traspasar el zafio nivel de los manidos insultos habituales.
Yo, que fui futbolista antes que escribidor, no acepto que se juegue de esta manera. Para mi forma de entender las cosas, sin duda impregnada de mi afición al deporte, el árbitro, la Federación o el encargado del VAR no pueden pretender disputar el partido. En una competición oficial, quien fija o controla las reglas nunca toma parte en el juego. Por ello, las normas de lo que resulta o no apropiado en el debate de las ideas deben fijarlas, exclusivamente, el respeto, el talento y -en último extremo- el Código Penal. Jamás quienes te observan, con su habitual desprecio y displicencia, desde una atalaya política diferente. Pretendiendo, además, acotar el ámbito del pensamiento -y por ende de la expresión- a lo que conviene a sus intereses partidistas: crear ciudadanos abducidos que reaccionan sólo ante los estímulos que ellos les venden, y que rechazan de forma automática todo lo que no venga precocinado por su hiperactiva factoría de ficción.
Por Álvaro Delgado Truyols
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