La sociedad que hemos conocido los actuales cincuentones, y ya no digo nada de las generaciones anteriores, se está esfumando a pasos agigantados. Los principios que aprendimos en su día en la escuela ya no valen para nada. Hoy te paseas por la vida defendiendo el mérito, el esfuerzo, el respeto, la educación, la discreción y la austeridad y pareces Gurb en la genial novela de Eduardo Mendoza: un extraterrestre aterrizado en Barcelona. Sin Noticias de Gurb. Y sin noticias de todo aquello.
Quién iba a decirnos que hasta la Ley iba a proscribir ese eficaz modelo educativo y social que todos heredamos con gran naturalidad de nuestros padres y de nuestros abuelos. La Ley Celaá, la llaman, para que nunca olvidemos a la individua que la perpetró. Una catedrática de Bachillerato que educó a sus dos hijas en Las Irlandesas, uno de los mejores colegios de Bilbao. Religioso, privado y segregado, por supuesto. Un compendio de todo de lo que abomina la izquierda. Tal es la coherencia de nuestros actuales gobernantes, que desean para los hijos de los demás que no nunca sean competencia para los suyos.
La educación es el primer pilar de ese gran cambio social. Por eso los políticos libran tantas batallas con ella. De ahí los terribles problemas con la lengua, que como instrumento de comunicación nunca debería generar tanta polémica. Iñaki Ellacuría escribió recientemente que “para el nacionalismo, el sistema educativo nunca ha tenido que ver con la defensa de la lengua o la cultura, y tampoco con la excelencia de los menores, sino con la conservación de un programa de ingeniería social que, con el aval entusiasta de la izquierda identitaria (siempre con la bandera por encima de los derechos) lleva introduciendo a generaciones en una cosmovisión en la que lo “español” es presentado como algo ajeno, lejano, impropio, de baja categoría: la lengua de la hora del recreo, de la barra del prostíbulo, del trabajador de la SEAT, del delincuente juvenil o del burgués de estirpe franquista”.
El segundo instrumento utilizado para promover ese cambio social es el manejo de los medios de comunicación. De ahí las grandes batallas para controlarlos y las ingentes subvenciones que se destinan a comprar opinión, especialmente cuando decae el dinero de los anunciantes y poca gente adquiere ya periódicos en papel. Nunca ha sido tan vulnerable la información que todos recibimos al peligroso influjo de los que mandan. La prensa, antes llamada el “Cuarto poder” (por su contraposición a los otros tres clásicos descritos por Montesquieu: el ejecutivo, el legislativo y el judicial), está en fase de refundición -junto con los tres restantes- en las manos de los autócratas sin escrúpulos que hoy nos gobiernan. Ya los veteranos periodistas norteamericanos Alexander Cockburn y Jeffrey St. Clair describieron hace unos años este proceso, en un exitoso libro llamado “End Times-The Death of the Fourth Estate” (Tiempos finales-La Muerte del Cuarto Poder).
Y la tercera -y más actual- arma letal utilizada para conseguir la silenciosa revolución social que nos acecha es la de las redes sociales. Una herramienta inexistente hace pocas décadas que se ha convertido en el más poderoso instrumento de creación de opinión -y captación de voluntades- que ha conocido jamás el género humano. Y que está eclipsando al periodismo como fuente principal de información de la mayoría de las personas. Con la agravante de su acumulación en poquísimas manos, que son quienes abren o cierran cuentas y deciden el sesgo ideológico de la opinión pública mundial. Sepan que sólo Mark Zuckerberg, propietario de un auténtico imperio tecnológico, controla Facebook, Messenger, Instagram y WhatsApp. O sea, la información que comparten mil millones de personas. Y ha hecho varios intentos para comprar Twitter. La terrible conclusión es que un solo empresario privado residente en California regula a su antojo la libertad de expresión mundial.
Esos tres poderosos cañones -educación, medios y redes- apuntan hoy mayoritariamente en una sola dirección: la creación de una sociedad falsamente progresista, identitaria, fanatizada, amoral, laica, irrespetuosa y subsidiada. Justo el modelo de pensamiento único que más útil resulta a los políticos que dirigen ese proceso, y que mejores dividendos genera a los empresarios que lo instrumentan. Algunos lo vemos venir. Otros, embobados a diario con la tableta o el móvil, y con Tele 5 o La Sexta instalados en la tele, no se enteran de nada. Sepan que Facebook ha inhabilitado hace unos días la página de Resistencia Balear, el movimiento de protesta de los restauradores mallorquines contra las medidas confinatorias del Govern. Cosa que nunca sucede del otro lado.
Ni siquiera el mundo liberal-conservador está reaccionando a esta brutal transformación política y social, cuyo objetivo final es dejarle –definitivamente- fuera de juego. Algunos de sus representantes por comodidad, otros por falta de luces y bastantes de ellos por cobardía están dejando que les cambien ante sus narices el modelo con el cual triunfaron sus ideas en muchas partes del mundo. Porque el nivel de vida de que goza la humanidad en el siglo XXI no lo ha traído el comunismo, sino el sistema capitalista combinado con los logros de la democracia liberal. Eso ténganlo ustedes bien claro. Por mucho que ladren los populistas, cuya aportación a la pobreza y a la opresión del género humano está sobradamente contrastada. Para los que aun sabemos leer.
Por eso carecen de sentido esos intentos del centro-derecha por desvincularse de la batalla ideológica y abogar por la mera gestión. Resultarán más cómodos para sus representantes, y quedarán genial con el mainstream progre hoy dominante, pero están abocados al fracaso. Porque gestionar la sociedad que te han construido tus rivales –a su exacta medida- les va a resultar una tarea imposible. ¿Qué se puede gestionar correctamente con gente adoctrinada, desprovista de capacidad crítica, sectaria, acomodada al subsidio, hedonista, carente de formación, incapaz de cualquier sacrificio, con un páramo mental invadido por Sálvame de Luxe y La Isla de las Tentaciones y desprovista de talento para crear nada? Sólo la miseria.
Por Álvaro Delgado Truyols
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