“Éramos pocos y parió la abuela”, dice nuestro siempre sabio refranero popular. Por si no fuera suficiente con el calamitoso estado actual del mundo en que vivimos -guerra, pandemia, polarización social, caos energético y recesión económica desvelándonos día tras día- ahora nos toca soportar a una imberbe banda de gilipollas que, con la excusa del clima o la conservación de los recursos naturales, se dedica a emborronar con pintura o salsa de tomate las principales obras de arte que enorgullecen a la humanidad.
Nunca he logrado entender ese estúpido activismo gestual que, bajo la supuesta defensa de causas nobles, causa perjuicios inútiles al patrimonio histórico, artístico o arquitectónico. Como el de esos imbéciles locales que emborronan fachadas antiguas con unos grafitis infames que sólo revelan dos cosas: su patético gusto artístico -equivalente al de un orangután miope- y lo menguado de su educación y su coeficiente de inteligencia.
“Lucho contra el cambio climático arrojando tomate contra un Van Gogh” o “demuestro mi rebeldía juvenil y mi inconformismo social pintarrajeando un portal gótico” no me parecen heroicos propósitos adolescentes merecedores de admiración pública. Esas idioteces injustificables, que en otros tiempos se arreglaban con un merecido par de collejas, sólo constituyen indicios de una evidente tara mental. O de los delirios de algún iluminado que financie este activismo desquiciado.
Tampoco entiendo muy bien como en grandes museos tipo National Gallery o el Prado, en los que no son irrelevantes los múltiples controles de acceso, se pueden montar estos shows -con fotógrafos apostados ad hoc para inmortalizar semejantes hazañas- sin la colaboración activa o pasiva del propio personal directivo o de los encargados de velar por la seguridad. Algunos empleados de dichas instituciones o bien colaboran complacientes o están resultando ser manifiestamente incompetentes.
El desenlace de estos patéticos espectáculos suele acabar teniendo un denominador común. Los niñatos causantes del estropicio, una vez incorporados al “famoseo” por las cámaras presentes, terminan adhiriéndose al suelo, a la pared o al marco de los cuadros utilizando un pegamento de contacto. Lo que viene a disipar cualquier duda acerca de los estragos generados por su estupidez. Ya podrían adherirse con Loctite a una mesa de estudio, o de una oficina, o al puesto de trabajo de una fábrica, y contribuir con algún esfuerzo al bienestar económico de la humanidad. Por ejemplo, currando, en vez de hacer el idiota.
La solución ante tanta gilipollez debe venir por un único camino. Que a los cretinos que cometen estas tropelías sus gracias les rasquen el bolsillo. Reparar las obras de arte, arreglar los desperfectos causados y limpiar los grafitis de las fachadas debería ser sufragado inmediatamente con cargo exclusivo a los imbéciles que las han deteriorado, o al de sus financiadores o familiares si resultan ser insolventes. Con la misma diligencia embargadora que emplea habitualmente el Ayuntamiento de Palma para cobrar las multas de tráfico. Entonces nos íbamos a reír porque tomate, spray y Loctite se los meterían sus cabreados padres por el mismísimo zulo.
PUBLICADO ORIGINARIAMENTE EN MALLLORCADIARIO.COM EL 14 DE NOVIEMBRE DE 2022.
Por Álvaro Delgado Truyols
Deja una respuesta