Uno de los mejores libros sobre política que se han escrito en este siglo se llama “Team of Rivals: The Political Genius of Abraham Lincoln” (Equipo de rivales: el genio político de Abraham Lincoln). Fue publicado en el año 2005 por la historiadora estadounidense -ganadora del Premio Pulitzer- Doris Kearns Goodwin, y el Presidente Barack Obama lo reconoció años después como su libro de cabecera política, añadiendo que sería el único del que no podría prescindir ocupando la Casa Blanca. El libro inspiró la exitosa película “Lincoln”, dirigida en 2012 por Steven Spielberg, y protagonizada por el oscarizado Daniel Day Lewis, que narra los cuatro últimos meses de la vida del malogrado Presidente, en los cuales empeñó su salud, su delicado equilibrio familiar, su gran prestigio personal, su exitosa carrera política en los albores de un segundo mandato y hasta su propia seguridad para lograr la abolición de la esclavitud. Todo ello ante el estupor general de su Gabinete, e hilvanando con habilidad de orfebre -y no siempre usando las más nobles artes- un casi imposible equilibrio parlamentario entre las diferentes facciones de su propio Partido Republicano y algunos integrantes de la oposición Demócrata.
La noche del 31 de enero de 1865, día de la aprobación final en el Congreso de la Decimotercera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de América que proscribía definitivamente la esclavitud, el líder del sector radical del Partido Republicano Thaddeus Stevens (interpretado en la película por el gran Tommy Lee Jones), que se había llevado el documento parlamentario original a su casa con la promesa de restituirlo a la mañana siguiente, le dice a su ama de llaves negra (con la que vivía amancebado): “te traigo el documento más importante del siglo XIX aprobado gracias a la corrupción del hombre más puro de América” . Con ello hacía referencia a las triquiñuelas que los más cercanos asesores de Lincoln tuvieron que utilizar, a petición del Presidente, para evitar deserciones en su propio partido y conseguir sumar los votos que faltaban a la mayoría republicana para la aprobación de la Enmienda, ofreciendo para ello incluso algunos empleos menores del Estado. También demostró Lincoln un magistral manejo de los tiempos con la demorada llegada a Washington de los tres comisionados del Gobierno Confederado que venían a negociar un acuerdo de paz, resistiendo las sensibleras presiones de todos quienes le rodeaban para firmar un armisticio a cualquier precio (tras cuatro años de guerra civil y más de 700.000 muertos), y anteponiendo la abolición definitiva de la esclavitud para que la paz que ya se atisbaba fuera más firme y duradera, y para que la guerra no se cerrara en falso.
Llama la atención la gran diferencia existente entre lo narrado en el libro, y reproducido fielmente en la película, con las situaciones que vivimos en el año 2020, en este mundo nuestro de egoísmos, insolidaridades territoriales, ausencia de principios, posverdad, propaganda y obsesión por la imagen. Y no porque la política sea hoy esencialmente diferente, ya que la importancia de los votos, las mayorías parlamentarias, la opinión pública y la colocación agradecida en puestos oficiales sigue funcionando igual que hace 155 años. Pero, sin necesidad de profundizar demasiado, podemos apreciar al menos dos diferencias importantes: la valentía y desprendimiento de un verdadero líder, cuyos nobles objetivos trascendían sus trucos parlamentarios e iban mucho más allá de su confort personal y su propia vida política -y también de su vida física, como se vio a los pocos meses-, y la absoluta libertad de todos los medios de comunicación para informar sobre lo que estaban viendo.
A años luz de quienes hoy nos gobiernan, Abraham Lincoln se embarcó obstinadamente en su recto propósito, escribiendo una magna obra de trascendencia universal con algunos renglones torcidos, con la exclusiva finalidad de conseguir un fin noble de consecuencias históricas. No para ganar notoriedad o agarrarse al poder. Tan es así, que el impulsor de esa trascendental iniciativa murió asesinado -por haberla aprobado- sólo dos meses y medio después, a manos del actor y activista sudista John Wilkes Booth, en un palco del Teatro Ford de Washington, cinco días más tarde de acabar la Guerra de Secesión. Todo porque los derrotados Estados del Sur vieron en el fin de la esclavitud el ocaso de su modelo político y económico, basado en las grandes plantaciones agrarias en las que no se pagaba a la mano de obra.
Qué gran ejemplo supone todo ello frente a secesionismos, individualismos, falsos buenismos, narcisismos, egoísmos y demás ismos que desfilan ante nosotros todos los días por muy diversos medios. Si apartamos la vista del barro cotidiano que en nuestra época nos salpica por doquier, hoy agravado por la enorme desgracia del maldito coronavirus, podemos encontrar en el mundo de la política ejemplos nobles, personas con ideales, tipos que supieron trascender a los relatos y a las frases huecas para cambiar la historia de la humanidad. Y mandatarios que dejaron impactantes discursos para la eternidad -como el insuperable pronunciado por Lincoln el 19 de noviembre de 1863 en el campo de batalla de Gettysburg- en los que, en sólo 3 minutos y menos de 300 palabras, consiguió conmover al mundo para siempre. No le hicieron falta interminables peroratas tipo Aló, Presidente porque sus escasas frases, aparte de su genialidad intrínseca, iban acompañadas por talento, sacrificio, honestidad e incluso riesgo de la propia vida, cosas que nuestros maniquíes de pose impostada, mandíbula prieta y lengua pastosa adicta al teleprompter nunca alcanzarán a comprender.
Hoy les he querido rememorar, amigos lectores, el luminoso ejemplo de uno de los mejores hombres públicos de la larga historia de la humanidad. Para que recuerden que no todo son miserias, y que han existido personajes admirables en la política del pasado. Aunque, parafraseando lo que escribía hace poco José F. Peláez (“Magnífico Margarito”) referido a Churchill, busquen ustedes cualquier foto de Lincoln. Y luego miren la de Pedro y Pablo. Y recen todo lo que sepan.
Por Álvaro Delgado Truyols
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