Cuando el Estado delega en un funcionario público parte de su enorme poder debe exigirle utilizarlo con máxima responsabilidad. Las facultades exorbitantes que las leyes confieren a jueces, fiscales, notarios, registradores, abogados del Estado, guardias civiles, policías u otros funcionarios cualificados no constituyen un cheque en blanco para manejarlas a su antojo.

Yo mismo, como notario, jamás debo utilizar la fe pública que el Estado me confía para satisfacer aspiraciones políticas, poner en práctica mi particular concepto de la justicia social o aplicar el Derecho según mis convicciones ideológicas. Mi sagrada obligación funcionarial es aparcar en la puerta del despacho todo condicionante ideológico o personal y dispensar la fe pública a todos por igual. Cualquier ciudadano debe beneficiarse, sin ninguna distinción, del poder que el Estado me ha delegado.

Eso es lo que son incapaces de hacer los esbirros del sanchismo, entre ellos Álvaro García Ortiz, un fiscal general más preocupado por “el relato” político del Gobierno que por defender la legalidad. Tal vez porque, de no comportarse con esa sumisión y sectarismo con los que ha embadurnado su trayectoria profesional -y, de paso, el prestigio de la Fiscalía-, jamás hubiera alcanzado el alto cargo que ocupa.

Don Alvarone está demostrando ser todo menos un fiscal. Tras haber sido reprobado tres veces por el Parlamento, y condenado por el Tribunal Supremo por abuso de poder en el nombramiento como fiscal de sala de su antecesora Dolores Delgado, ahora está investigado por delinquir por razones políticas -la obsesión de Sánchez de atacar a Ayuso– y no dimite del cargo por razones políticas -no ofrecer a Ayuso una victoria sobre Sánchez-. Y acabará convertido en un pagafantas de Sánchez, quien le dejará tirado cuando sea condenado por revelación de secretos por el Tribunal Supremo. Algo que él mismo se vio forzado a reconocer tras dar órdenes ilegales a subordinados siguiendo instrucciones del Gobierno, lo que supondrá su inhabilitación como fiscal y que pague sus turbios servicios al poder con la ignominia y el desprecio. Hay que ser muy ambicioso, aunque también rotundamente estúpido, para arriesgar una carrera profesional obedeciendo los caprichos de un déspota.

El Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal dice, en su artículo 1, que: “El Ministerio Fiscal tiene por misión promover la acción de la Justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la Ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los Tribunales, y procurar ante éstos la satisfacción del interés social”. Y, en su artículo 2, que: “El Ministerio Fiscal es un órgano de relevancia constitucional con personalidad jurídica propia, integrado con autonomía funcional en el Poder Judicial, y ejerce su misión por medio de órganos propios, conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad”.

Los fiscales españoles llevan tiempo reclamando una reforma legal que les atribuya la instrucción de los procedimientos penales, apartando de ella a la autoridad judicial. Pero, de 72 artículos que tiene la norma reguladora de su delicada profesión, Don Alvarone, cabeza de la institución, lleva todo su mandato destrozando los dos primeros. No hace falta mirar los demás, y solo rezar para que la parálisis parlamentaria que afecta al gobierno de Sánchez aplace indefinidamente esa delirante reforma.

Cuando le den la patada, a García Ortiz, que lo primero que hizo tras su imputación es amenazar a la oposición con la enorme información sensible que maneja, siempre le quedará la rentable opción de ser recolocado por Zapatero en Venezuela.

PUBLICADO EN MALLORCADIARIO.COM EL 21 DE OCTUBRE DE 2024.

Por Álvaro Delgado Truyols