En su famosa novela “1984”, que describía una sociedad distópica ambientada en un Estado colectivista llamado Oceania, el periodista y escritor británico Eric Arthur Blair, más conocido por su seudónimo George Orwell, retrataba un régimen totalitario vigilado por un omnipresente Gran Hermano, en el que se hablaba una neolengua utilizada con fines controladores y represivos. En ese siniestro régimen, el poder político estaba repartido en cuatro grandes Ministerios: el del Amor, el de la Paz, el de la Abundancia y el de la Verdad. De forma irónica dichos departamentos, que carecían de Ministro a su frente, se dedicaban respectivamente a la tortura, a la guerra, al racionamiento de los alimentos y a la administración de las mentiras suministradas a los ciudadanos. Orwell, que había luchado como miliciano voluntario al servicio de la República en la Guerra Civil española -fue herido de un tiro en el cuello en Huesca, en una de batallas del frente de Aragón- se mostró luego en sus obras tremendamente crítico con el totalitarismo estalinista y su influencia en el bando republicano, especialmente en el Partido Comunista Español, desvelando las enormes mentiras que se usaban como propaganda para la manipulación informativa en el interior y en el exterior.
En perfecta sintonía con la ficción orwelliana, en la que existía la represora “Policía del Pensamiento”, el nuevo Gobierno de España presidido por Pedro Sánchez pretende aprobar por la vía del “Decretazo” -dada su escuálida representación parlamentaria- una reforma de la Ley de Memoria Histórica de 2007 que el grupo socialista presentó en la Mesa del Congreso de los Diputados en diciembre pasado, siendo aún Presidente Mariano Rajoy. El Anteproyecto de Ley presentado por el PSOE, que ahora quiere aprobar a toda prisa aprovechando sus apoyos parlamentarios en los partidos de la izquierda más radical, regula la creación de entes que parecen salidos de la imaginativa mente del gran escritor británico, como la “Comisión de la Verdad” (artículo 6), o el “Consejo de la Memoria” (artículo 40), órganos integrados por personas de designación política y a los que se encomienda “crear una verdad oficial” sobre los hechos acaecidos desde “el comienzo de la Guerra Civil Española en julio de 1936 hasta la aprobación de la Constitución española el 6 de diciembre de 1978”, estableciendo graves sanciones para quienes no respeten esa “verdad oficial” (artículos 44 a 50).
Muy sibilino y nada casual resulta el acotamiento temporal del ámbito de aplicación de la Ley, que realiza su artículo 6.3, pretendiendo que los órganos que se van a constituir puedan recrearse sólo en las miserias de la Guerra Civil -al fin y al cabo una guerra, en la que no se suelen repartir caramelos- y de la época franquista, y dejando sospechosamente al margen todo el largo periodo de gestación del conflicto armado, en el que el PSOE tuvo una responsabilidad destacadísima. Se trata del intervalo que va desde la Revolución de Octubre de 1934 en Asturias y Cataluña hasta el asesinato a sangre fría de José Calvo Sotelo, líder de la oposición parlamentaria, el 13 de julio de 1936 -cinco días antes de iniciarse la contienda- ejecutado por los guardaespaldas del líder socialista Indalecio Prieto, quienes luego, tras personarse a la mañana siguiente en la sede del PSOE en busca de instrucciones, se refugiaron en casa de la diputada socialista Margarita Nelken. No pudieron hacer lo mismo con el otro líder de la oposición, José María Gil Robles, al no encontrarlo en su domicilio -estaba pasando unos días en Biarritz- los integrantes de la alegre patrulla de la división motorizada que esa noche salió de cacería por Madrid, en una furgoneta oficial desde el cuartel de la Guardia de Asalto en la calle Pontejos. Cosas de la auténtica historia del PSOE y de esa idílica Segunda República que algunos nos quieren vender, la cual no podrá ser investigada al amparo de esta Ley, resultando evidente que cierta parte de la verdad no interesa que se divulgue.
Esta ocurrencia de Sánchez, que se une a otros despropósitos varios que lleva ya acumulados en sus escasos días en la Presidencia -las debe maquinar bajo las Ray Ban oscuras en esos placenteros viajes en el reactor Falcon al que tan aficionado nos ha salido-, resulta en mi opinión innecesaria, absurda y tendenciosa, dada la intervención política y la limitación temporal que el Anteproyecto de Ley incorpora. Y demuestra que en España, tal vez por no haberla vivido, mucha gente no entiende nada de lo que supuso la Transición, movimiento que representó un pacto formal de los dos bandos -antes en disputa- para dar carpetazo al franquismo, superar el conflicto armado que lo originó, olvidar rencores y afrentas pasadas y reconciliar de una vez a las dos Españas, bajo la premisa fundamental de que casi todas las familias españolas habían tenido miembros en ambos bandos. Al PSOE le fue muy bien respetar ese sano y loable pacto, y también el noble espíritu que lo inspiraba, mientras iba ganando elecciones. Pero fue comenzar a perderlas, entre otras cosas por la mejora económica y la propia evolución sociológica de la sociedad española -y la occidental en general- y el inefable Zapatero tuvo que desenterrar miserablemente las dos Españas de nuevo para poder tocar moqueta. Y así nos ha ido desde entonces…
No se conforma la izquierda con el hecho sorprendente de que, como comentó el reconocido historiador británico Antony Beevor, toda la historiografía de la época de la República y de la Guerra Civil haya estado dominada durante décadas por la versión de los perdedores y no la del bando vencedor, como ha sido lo habitual en la larga historia de la humanidad. En España, el relato de dichos acontecimientos ha estado durante muchos años monopolizado por las obras de historiadores declaradamente de izquierdas, como Manuel Tuñón de Lara, Santos Juliá, Paul Preston, Gabriel Jackson, Raymond Carr, Hugh Thomas o Ian Gibson, entre otros muchos, quienes siempre han exagerado las atrocidades del bando nacional y ocultado o edulcorado las republicanas, incluso las muchas cometidas antes de la Guerra, durante la Segunda República y, especialmente, desde el nacimiento del Frente Popular en las manipuladas elecciones de febrero de 1936.
Pero ha sido aparecer una nueva hornada de historiadores españoles y extranjeros tras el clásico Ricardo de la Cierva, todos ellos bastante menos contaminados por esa absurda e incorrecta visión romántica del periodo republicano, como Moa, Stanley Payne, Julius Ruiz, Losantos, Alfredo Semprún, el propio Beevor y, muy recientemente, Álvarez Tardío y Roberto Villa, con su extraordinaria y documentadísima obra sobre el pucherazo en las elecciones que dieron la victoria al Frente Popular, y la izquierda oficial se ha puesto en jaque. No puede soportar que “otros” le roben su “visión” de esa época de nuestra historia. Y por ello quiere, por Ley, tener el monopolio absoluto de la versión oficial. O sea, que exista “su verdad” por Real Decreto, consensuado con todos los partidos que quieren romper España. Para que nadie pueda ponerla en duda y discrepar de ella, y para que no puedan escribirse libros como algunos muy esclarecedores de reciente aparición, bajo pena de sanciones económicas que pueden llegar a los 150 mil euros. Tal como imaginó en su obra -escrita en 1948- el amigo Orwell para el año 1984, mediante su siniestro Ministerio de la Verdad. Y la Verdad, con mayúscula, es que el famoso escritor británico fue un tipo clarividente: sólo se equivocó en el lugar -se supone que la capital de Oceania era el Londres del futuro- y en un irrelevante lapso temporal de 34 años….
Por Álvaro Delgado Truyols
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