Jamás me he sentido un antisistema. Ni cuando era un jovenzuelo impulsivo que andaba descubriendo el mundo. El ansia de despotricar contra todo me ha parecido siempre un comportamiento pueril y de cobarde irresponsabilidad. Un síntoma evidente de eterna adolescencia, esa que -después que en la piel- genera acné también en las neuronas, y a muchos no se les cura ni traspasada la cincuentena.
Aunque mis lectores habituales conocen mis críticas recurrentes contra el funcionamiento actual de nuestras Administraciones públicas, me entenderían mal si creyeran que me pronuncio en contra de su existencia. Constituye un error frecuente confundir las instituciones mismas con el mal uso que los gobernantes hacen de ellas. Por eso en mis escritos siempre encontraran, de forma más o menos explícita, un argumento vertebral: las leyes y las instituciones de un sistema democrático no existen para constreñir nuestra libertad, sino para evitar los abusos del poder. Algo que bastantes jovenzuelos, escasamente documentados, deberían empezar a comprender.
Por ”antisistema” entendemos hoy, hablando con propiedad, una serie de fenómenos bastante diferentes: los movimientos anticapitalistas, que buscan abolir el capitalismo o eliminar sus fundamentos como la propiedad privada, la libre empresa o la economía liberal; las corrientes antiimperialistas, que se oponen a la subordinación política o económica de unos países hacia otros, especialmente hacia los Estados Unidos de América; los grupos anarquistas, que defienden la inexistencia de formas de Estado o de Gobierno convencionales; y los movimientos antiglobalización, que luchan contra la intercomunicación de las variables económicas, añadiendo preocupaciones medioambientales, climáticas y de sostenibilidad en el crecimiento.
Sin embargo en España, como comentó irónicamente Raúl del Pozo, “llamamos antisistema, ascendiéndolos de categoría, a cualquier chufla”. A tipos que pegan a los guardias, rompen escaparates, se tapan la cabeza con una media o queman mobiliario urbano. “A un matón, un gamberro, un bronquista, un infiltrado, un provocador…”. Y esa confusión terminológica afecta no solo a la opinión pública, habitualmente precocinada por los medios y las redes sociales, sino también a nuestra deteriorada clase política.
No pocos desencantados con el funcionamiento de nuestro sistema democrático acogieron en su día con entusiasmo el movimiento del 15-M. Esa movilización de los “indignados” que, desde la acampada organizada en la Puerta del Sol de Madrid -en mayo de 2011-, trataba de promover en España de forma pacífica una democracia más participativa, alejada del clásico bipartidismo imperante en nuestro sistema político desde la Constitución de 1978. Y tengo que reconocerles sin rubor que, dados los antecedentes fácticos de ese movimiento, yo podía compartir en su momento una parecida desilusión. Lo que me resultó luego imposible fue aceptar sus métodos, sus remedios y sus consecuencias ulteriores.
Ese legítimo descontento de buena parte de la población fue hábilmente aprovechado por un grupo de espabilados de la política -educados en métodos de propaganda por varias dictaduras latinoamericanas- para apropiarse del espontáneo movimiento social. Y así se produjo el nacimiento de Podemos, partido que entusiasmó a amplios sectores de los votantes españoles, llegando a alcanzar más 5 millones de votos (un 20,66% del total) en las elecciones de 2015. Pero que luego mostró, en un tiempo récord, cuál era su verdadera naturaleza.
Como definió con sagacidad Raúl del Pozo, uno de los comentaristas políticos que más agudamente ha desmenuzado el fenómeno Podemos, pronto pasaron de luchar contra el “sistema” a hacerlo contra el “establishment”. O contra lo que ellos mismos llamaban “la casta” o “las élites”. Pero no con la intención de suprimirlas, ni de controlarlas o limitarlas, sino -sencillamente- de incorporarse a ellas. Y así se produjo de forma acelerada la “profesionalización” de dicha formación política, y la consiguiente demolición implacable de tantas ilusiones vanas que habían legítimamente generado.
¿Qué ha acabado sucediendo aquí? Pues, con la perspectiva de los años, resulta bastante fácil de explicar. Resulta que el típico movimiento marxista, alimentado bajo las generosas ubres de significados tiranos de Iberoamérica, acabó adoptando uno de sus múltiples disfraces. Esos que siempre utilizan para eludir la pésima imagen que el viejo comunismo arrastra desde la caída del muro de Berlín, cuando el mundo pudo conocer las atrocidades y los millones de muertos que yacían camuflados tras esas sociedades supuestamente “igualitarias”. Y el disfraz escogido en la España del siglo XXI fue el de movimiento “antisistema”.
El truco les funcionó unos cuantos años, favorecido por la candidez de tantos medios -algunos generosamente subvencionados por Castro, Putin, Chávez, Maduro y compañía- y sus numerosos seguidores en redes sociales. Hasta que, a los encargados del chiringuito –Pablo Iglesias y su “clan de Galapagar”– la cosa se les fue de las manos. Quienes habían llegado a la política para cambiarlo todo y “alcanzar los cielos” toparon rápidamente con vicios más terrenales. En cuanto manosearon poder y dinero público comenzaron a colocarse todos a calzón quitado -parejas incluidas, en un ejercicio de nepotismo hasta entonces desconocido y absolutamente impresentable-, a comprar casoplones, a renegar de sus orígenes humildes, a financiarse irregularmente, a contratar niñeras con cargo al erario público y a incurrir en todos los malos hábitos que tan ácidamente habían criticado en los demás.
De ahí que podamos concluir que lo de “antisistema” fue sólo un mal pretexto. Un temporal disfraz de Halloween para engañar a millones de incautos, garantizándose un confortable y duradero medio de subsistencia. Porque de la buena vida que el propio sistema proporciona ya nunca se vuelve atrás. Que se lo digan a Iglesias, que va ya por su segundo chalet, su enésima pareja, sus recurrentes ingresos mediáticos, y su trabajo “en la sombra” para su antigua formación.
Luca Costantini, otro de los grandes expertos periodísticos en Podemos, ha pronosticado que el partido camina imparable hacia su desaparición. Por eso, la figura emergente de la empática Yolanda Díaz aparece hoy como la calculada némesis de Iglesias. Reúne todo aquello que al macho alfa la naturaleza le negó. Pero la han colocado aquí para seguirles garantizando -a él y a su clan- un confortable medio de vida. A costa de todos ustedes. En sus manos está evitarlo.
PUBLICADO ORIGINARIAMENTE EN MALLORCADIARIO.COM EL 8 DE NOVIEMBRE DE 2021.
Por Álvaro Delgado Truyols
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