“El gatopardo”, la novela histórica de Giuseppe Tomasi di Lampedusa llevada al cine por Luchino Visconti -hoy recreada en una reciente serie de Netflix– demuestra cómo, en el mundo de la política y las luchas de poder, “es necesario que todo cambie para que todo siga como está”. Esa es la famosa frase que Tancredi Falconeri -el sobrino revolucionario unido a las fuerzas de Garibaldi– le espeta a su tío Fabrizio Corbera -príncipe de Salina y viejo representante de la aristocracia siciliana- en uno de los momentos álgidos de la historia.
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En octubre de 2017, los separatistas catalanes hicieron un ridículo mundial declarando unilateralmente su independencia -su hazaña duró escasos segundos- y enfrentándose de forma grotesca a los poderes del Estado. Y una mínima aplicación de esos poderes les derrotó de forma estrepitosa, aunque las dudas existenciales de Rajoy y la timorata colaboración de Sánchez limitaron enormemente la aplicación del artículo 155 de la Constitución, excluyendo intervenir la educación y los medios de comunicación públicos que tanto habían contribuido a la difusión del independentismo. La demostración gráfica del esperpento de la independencia unilateral la representó el viral mosso d’esquadra número 18449 cuando, ante la bronca de un agente forestal que participaba en una manifestación por la “república catalana”, le espetó ante las cámaras: “la república no existe, idiota”.
Muchas cosas van a tener que cambiar en la España postsanchista para que los estragos causados por el presidente más nocivo de la democracia nos permitan subsistir como una verdadera democracia liberal. Escribió recientemente Jorge Bustos, en referencia a Pedro Sánchez, que “si tu carrera se agota en un manual de resistencia personalista que lo sacrifica todo al poder, cuando pierdas el poder no te quedará nada. Ni nadie”. El problema es que resulta muy probable que tampoco nos deje nada a los demás.
El día 18 de julio de 1938, cuando se cumplían dos años del inicio de la Guerra Civil, el presidente de la República española Manuel Azaña, abrumado por su propia contribución al desastre nacional, dijo en el Saló de Cent del Ayuntamiento de Barcelona: “es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que les hierva la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelva a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que han caído magníficamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón”.
Para los poco aficionados al fútbol, les explicaré que el VAR es un sistema de videoarbitraje que se ha implantado hace unos años en el fútbol mundial, mediante el cual se revisan a cámara lenta algunas jugadas dudosas con la intención de corregir errores arbitrales. El sistema, que se vendió como una innovación positiva similar a la ya usada en otros deportes -tenis, rugby, hockey, fútbol americano-, ha funcionado aceptablemente en una mayoría de países, aunque en otros -especialmente en España- está generando grandes polémicas hasta el punto de que entrenadores como Lionel Scaloni (selección argentina) o Jagoba Arrasate (RCD Mallorca) han afirmado con mucha rotundidad que se aplica con arbitrariedad y que ha acabado distorsionando el juego.
Dijo recientemente Albert Rivera que “no podemos tener un modelo democrático que dependa de los límites morales de un presidente”. Y esa luminosa apreciación, que tan bien retrata la forma en que Pedro Sánchez gobierna hoy despóticamente España, resulta igualmente aplicable a Donald Trump, con quien Sánchez presenta bastantes más similitudes -ya lo explicó con brillantez, en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, Cayetana Álvarez de Toledo– de las que nunca quiso imaginar.
Tras años de contacto accidental con varios procedimientos penales que han finalizado de forma satisfactoria, me gustaría compartir algunas reflexiones sobre la evitable pesadilla social sufrida en nuestra tierra por demasiadas personas de forma innecesaria e incluso malintencionada. Como veterano profesional del Derecho -especializado en otras materias, aunque forzado a profundizar en las particularidades del Derecho penal económico- hago públicos estos comentarios con la esperanza de que, en el proceloso mundo de nuestra Justicia balear, otros los hagan algún día un poco suyos.
La hiperactiva reaparición de Donald Trump ha ofrecido a muchos opinadores la excusa perfecta para achacarle los males del mundo y desviar el foco mediático de temas menos cómodos: las tropelías de Sánchez contra el Estado de Derecho o la terrible ineficacia reglamentista de la Unión Europea. Trump se ha convertido, actualmente, en el Lucifer universal.
Arturo Pérez Reverte retrató el turbio mundo de los grafiteros en su novela “El francotirador paciente”, explicando en una entrevista posterior que “el grafitero no pinta por pintar, lo hace por ganarse una reputación en un mundo de reglas y códigos muy estrictos y conocidos, que además se arriesga. Hay héroes y villanos, delatores y cobardes en ese mundo, mucho más complejo de lo que parece a simple vista». Al final de la entrevista, el escritor desvelaba lo que uno de ellos le había contado: “Yo es que no quiero exponer. En un museo compites con Picasso, y en la calle compites con el cubo de la basura y con la guardia que te persigue. Pero en la calle eres libre”.
Una de las señas de identidad del actual Gobierno es la colonización de todas las instituciones del Estado para ponerlas incondicionalmente a su servicio. Entre las más llamativas, destaca la estratégica colocación al frente del Tribunal Constitucional -órgano encargado de velar por el cumplimiento de los derechos y garantías previstas en nuestra Constitución- de un soldado del PSOE como el magistrado Cándido Conde-Pumpido.