La Navidad es una época especial. Aún en un año tan canalla como éste. Especialmente, para quienes tenemos una formación cristiana que impregna desde su base toda la cultura occidental. Los deseos de reunirnos con la familia, abrazar a los seres queridos, compartir celebraciones, cenas y comidas con los rituales y productos típicos de la época, ver las calles y tiendas iluminadas, y felicitar a nuestra gente más apreciada no se han volatilizado. Ni se los ha cargado el bicho, ni las desconcertantes e improvisadas medidas que adoptan continuamente nuestros gobernantes. Otra cosa será que debamos disfrutar de todo ello con responsabilidad, respetando las normas y lamentando las ausencias. Algunas por una mera cuestión geográfica, y otras porque tristemente ya no volverán.
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El 16 de octubre de 2019, viendo lo que estaba pasando en Cataluña, publiqué en Facebook un pequeño decálogo de fundamentos democráticos, que tuvo un éxito abrumador. Lo recuerdo hoy en mi blog por su plena vigencia en estos convulsos tiempos:
Pese a haber coincidido durante años en muy diferentes lugares y ocasiones -con mejor o peor fortuna- y de encontrarme habitualmente con él practicando deporte (era un gran aficionado, y a veces entrenábamos juntos), traté más estrechamente a Joan Mesquida desde hace poco más de un año y medio, cuando comenzaba su andadura Sociedad Civil Balear y yo, como Vicepresidente de la recién creada asociación, le llamé para ofrecerle incorporarse a nuestro ilusionante proyecto. Éramos personas casi de la misma edad, con numerosas afinidades familiares, personales y deportivas, ambos estrechamente vinculados al municipio de Calviá -yo como residente y hermano de un ex Alcalde, y él como alto funcionario del Ayuntamiento- a las que las circunstancias de la vida nos habían colocado (a mí por simple rebote familiar) en trincheras políticas rivales, pero que siempre nos mostramos simpatía y afabilidad. Lo que corresponde, simple y llanamente, a personas educadas.
Pocas veces en la vida se queda uno huérfano de un extraño. De alguien a quien nunca has conocido en persona, pero que tienes muy presente por alguna razón. De alguien cuya existencia te ha dejado una determinada huella. La orfandad es una situación dura y antinatural que tiene mucho que ver con la sangre y los afectos, pero también con la búsqueda de referencias en la compleja trayectoria de la existencia. Aparte de dolor, genera desorientación y sensación de desamparo. Es, tal vez, de los peores sentimientos que puede experimentar un ser humano. A mí esa extraña sensación me ha abrumado ya dos veces. La primera, cuando falleció Antonio Herrero, extraordinario comunicador de radio y también de prensa escrita, hace ya más de veinte años, el 2 de mayo de 1998. La segunda, al morir hace unos días David Gistau. Ambos se fueron demasiado pronto, en plenitud, tras practicar sus deportes favoritos. Uno con 43 y otro con 49. Dos genios. Más jóvenes de lo que yo soy ahora.
El llamado “sesgo retrospectivo” es un comportamiento de la mente humana por el cual se juzga el pasado con los ojos del presente, creando una memoria distorsionada que cree haber vivido situaciones diferentes a las reales. Se da en historiadores cuando describen el resultado de una guerra, en médicos cuando recuerdan el resultado de un ensayo clínico, en periodistas cuando rememoran hechos pasados, o en el sistema jurídico cuando se imputa a alguien una responsabilidad.
Hoy tengo 54 años y, cuando él murió, yo tenía 11. El día que empezó su guerra mi padre acababa de cumplir 2. Mi madre nació después de terminada la contienda. Mi familia paterna vivió aquel desastre en la España republicana. Mi familia materna en la nacional. Es el sino de una guerra civil, que dividió millones de familias españolas. Por un curioso azar de la vida, pasé dos sucesivos meses de agosto muy cerca de él, estudiando todo el día en una pequeña celda -con vistas a la inmensa cruz- de la abadía benedictina situada tras la basílica que aún custodia sus restos. Cosas de las oposiciones y de los calores de Madrid. Allí nunca hablábamos de él. Nunca visitamos su tumba en dos interminables veranos de estancia. Sólo alguna pequeña broma intrascendente en las escasas horas de ocio. Entonces llevaba muerto casi 15 años. Su presencia pasaba desapercibida para un grupo de veinteañeros en busca de una plaza en las diferentes convocatorias de la Administración pública, refugiados en un lugar económico, fresco y próximo a nuestros preparadores por el cierre estival de nuestras residencias en la capital.
En la mitología clásica, Poseidón, dios griego representado mediante una figura atlética y desnuda que portaba un gran tridente, era el rey de los mares. Y, por la enorme trascendencia del mar en un país con una gran superficie insular y tantos kilómetros de litoral, constituía una figura muy importante para casi todas las ciudades de influencia helénica. Cuenta la mitología que, cuando estaba de buenas con sus habitantes, creaba nuevas islas y ofrecía mares en calma a los esforzados navegantes pero, cuando se enojaba o se sentía ignorado, hendía el suelo con su tridente y provocaba tormentas, diluvios, maremotos y naufragios. El nombre de este antiguo dios del mar, como tantas otras palabras de raíz griega, ha sido utilizado por la ciencia para denominar una planta, en este caso la “Posidonia oceánica”, vegetal acuático endémico que siembra de praderas el mar Mediterráneo y que, pese a llevar con nosotros miles de años, está cobrando últimamente una inusitada actualidad.
Incorporando al mundo del Derecho la terminología que había usado el filósofo y sociólogo polaco de origen judío Zygmunt Bauman en su obra cumbre, llamada “La modernidad líquida”, el notario de Madrid y buen amigo Rodrigo Tena, en conferencia pronunciada en la Academia Matritense del Notariado en el año 2009, acuñó el término “Derecho líquido” para definir la actual forma de legislar, caracterizada por la creación de normas amorfas, poco inteligibles, moldeables y adaptables a las conveniencias políticas del momento. La esencia tradicional del Derecho, o por lo menos de aquél Derecho que podríamos llamar “sólido”, ha sido siempre crear normas claras y precisas que sirvan de freno frente al poder arbitrario y a los posibles abusos de los gobernantes. Por el contrario, cuanto más “líquidas” sean las nuevas normas jurídicas -o sea, de menor calidad técnica, menos entendibles, más maleables y más dictadas para producir titulares en medios y redes sociales- menos limitaciones suponen en la práctica para quienes ostentan el poder. Siguiendo los conceptos expuestos por Bauman en su citada obra, publicada en el año 2000, nuestras normas actuales se caracterizan por ser precarias, provisionales, desconcertantes y, con frecuencia, efímeras y agotadoras. Y eso es así porque se suelen dictar de cara a la galería y con pocas ganas de que sean realmente eficaces e imperativas.
Entre las diferentes reacciones de todo tipo que ha suscitado el proceso separatista catalán, una de las más ocurrentes -porque pone a los separatistas frente al espejo de todas sus contradicciones- es la posible creación de “Tabarnia”, ese acrónimo que combina las antiguas localidades romanas de Tarraco y Barcino, y que se usa para hacer referencia a la segregación de la eventual Cataluña independiente de una zona costera, urbana y de mayoría no independentista, que agruparía parte de las actuales provincias de Barcelona y de Tarragona, enfrentada a la “Tractorluña” rural de mayoría secesionista, y que pasaría a formar una Comunidad Autónoma propia, permaneciendo unida al resto de España.
El académico y escritor francés Jean d’Omersson, partiendo de ideas que ya había expuesto la filósofa ruso-norteamericana Ayn Rand en su libro “La rebelión de Atlas”, inventó el término “l’ineptocracie” para referirse al sistema de gobierno en el que los menos preparados para gobernar son elegidos para hacerlo por los menos preparados para producir, quienes a su vez son regados con bienes y servicios pagados con los impuestos confiscatorios que se imponen a los que mejor producen y trabajan, que cada vez son menos. Todo ello forma una espiral diabólica en la que están inmersas nuestras sociedades occidentales, que se dirigen inexorablemente hacia un futuro colapso económico total. A ésto lleva el llamado “Estado del bienestar” en manos de unos ineptos a los que le importa un pimiento cuadrar las cuentas, pues sólo tienen que agradecer de forma cortoplacista a otros ineptos que les hayan colocado milagrosamente en el poder, pensando que el que venga detrás ya apechugará con el desastre económico que unos y otros van dejando.