En octubre de 2017, los separatistas catalanes hicieron un ridículo mundial declarando unilateralmente su independencia -su hazaña duró escasos segundos- y enfrentándose de forma grotesca a los poderes del Estado. Y una mínima aplicación de esos poderes les derrotó de forma estrepitosa, aunque las dudas existenciales de Rajoy y la timorata colaboración de Sánchez limitaron enormemente la aplicación del artículo 155 de la Constitución, excluyendo intervenir la educación y los medios de comunicación públicos que tanto habían contribuido a la difusión del independentismo. La demostración gráfica del esperpento de la independencia unilateral la representó el viral mosso d’esquadra número 18449 cuando, ante la bronca de un agente forestal que participaba en una manifestación por la “república catalana”, le espetó ante las cámaras: “la república no existe, idiota”.

Pocos años después, sin haber contraído méritos adicionales, los astros se alinearon para que los mismos líderes independentistas –Junqueras y Puigdemont– de dos partidos largamente enfrentados –ERC y Junts– encontraran un regalo a la medida de sus sueños más húmedos. El inesperado chollo para ambos se llamó Pedro Sánchez, alguien carente de ideología -en sus inicios formó parte del ala derechista del PSOE- y rebosante de ambición, que perdió claramente las elecciones de julio de 2023, pero ha pretendido gobernar con 120 diputados juntando a base de carguitos, prebendas y concesiones -que desguazan el régimen constitucional- a varios grupúsculos ingobernables, sometiendo los intereses del Estado a sus desmesuradas ansias de poder.

Ante el fracaso de la estrategia unilateral, que causó que miles de ciudadanos y empresas abandonasen su domicilio fiscal en Cataluña, el nuevo intento separatista intenta fraguarse ahora por otra vía. Hoy tratan de desmontar sigilosamente el Estado utilizando como palanca sus propias instituciones, aprovechando la milagrosa conjunción de tres circunstancias favorables: la indescriptible laxitud moral de un ambicioso presidente privado de escrúpulos, el seguidismo interesado y borreguil de los socialistas y del resto de la izquierda española -con pocas excepciones, y todas de boquilla- con tal de evitar la alternancia en el poder, y la descarada invasión de las más importantes instituciones del Estado con meretrices cuidadosamente seleccionadas, cuya aborrecible misión es validar cualquier ilegalidad que el autócrata precise para colmar su ambición. Y, con todo ello más o menos hilvanado, intentan conseguir en silencio la cuadratura del círculo: hacer como que la vigente Constitución del Estado español les permite descuajeringar para siempre el propio Estado español.

Este procés silencioso tiene cuatro patas fundamentales, dos ya puestas en marcha y dos aún por organizar: la económica, con la asunción por el Estado de la deuda catalana -falsamente revestida de condonación a todas las Comunidades- como preludio a la concesión del “cupo” catalán; y la policial, entregando a Cataluña el control de fronteras y consagrando su xenófoba selección lingüística de la inmigración. Luego vendrán la creación de una Justicia catalana y, como traca final, el referéndum de autodeterminación, al que llamarán de cualquier manera para disimular su trascendencia letal. Ya saben que la política actual no aspira a cambiar las cosas, sino a cambiar solamente el nombre de las cosas.

Y ahora viene la gran pregunta: ¿en qué benefician todas estas concesiones -abiertamente inconstitucionales, diga lo que diga Pumpido– al conjunto de los españoles, cuyos intereses Sánchez debe proteger? En absolutamente nada. Solo sirven a su interés particular de permanecer en Moncloa unos meses más. Aun así, muchos interpretarán toda defensa de la igualdad de los españoles ante la Ley como un relato “fascista”. En este extraño país muchos te tachan de “radical” no por defender ideas extremistas, sino por mostrar escasa condescendencia con los insolidarios postulados nacionalistas.

PUBLICADO EN MALLORCADIARIO.COM EL 07 DE ABRIL DE 2025.

Por Álvaro Delgado Truyols