Me he resistido a escribir sobre la destitución de Cayetana Álvarez de Toledo como portavoz del PP en el Congreso de los Diputados, básicamente por dos motivos. Uno, la cantidad de comentarios que he leído y escuchado sobre este asunto. Otro, la alta probabilidad de ser etiquetado y descalificado rápida-mente sin atender a mis argumentos. No obstante, he decidido finalmente comentarla viendo que la mayoría de la gente encaraba las curvas de este puerto de montaña con las luces cortas, y que sólo escasos iluminados (nunca mejor dicho) como David Mejía, Jorge Raya Pons o Miguel Ángel Quintana Paz -todos en el reconfortante oasis digital de The Objective y otros en prensa escrita como Mario Vargas Llosa o Arcadi Espada, han alargado sus brillantes focos acertando con la tecla que a mí me parece más atinada. Alguno desde declaradas y honrosas posiciones de izquierda, y los demás desde el mejor liberalismo ilustrado que se puede leer hoy en España.
El asunto presenta diferentes planos, unos más evidentes y otros más complejos. La mayoría de la gente, cosa que no se puede reprochar viendo el tratamiento de los medios en general, no ha pasado del más llamativo y elemental: el cese de la portavoz parlamentaria de un partido que se manifiesta habitualmente con criterio propio, exhibe una cultura apabullante con propensión a abusar de una lengua certera y afilada, y no se inmuta incomodando al líder y a los barones de su formación. Si ello se combina con otros elementos radiactivos como su origen aristocrático, su pose altiva y escasamente empática con la mediocridad hoy dominante, y su distante y enigmático atractivo personal la bomba de neutrones está servida. Alea jacta est, Cayetana.
No me interesan los aspectos partidistas de este asunto. Estoy de acuerdo en que, tal como funcionan los partidos políticos en España, todo líder tiene derecho a rodearse del equipo que le merezca confianza, y a adoptar la estrategia política que considere más oportuna. El chiringuito lo tenemos actualmente montado así. Y, o bien lo dinamitamos con Goma 2 o Titadyn, cosa peligrosa viendo los contrastados especialistas que tenemos en los aledaños del actual Gobierno, o habrá que aceptarlo tal cual es. Conste también que repudio la arrogancia y la falta de cercanía en las relaciones humanas, en especial la exhibida por los intelectuales, que deben esforzarse por acercar sus conocimientos a la gente en general. Las relaciones personales, y la política entre las más importantes, requieren de una empatía que, seguramente, la portavoz popular no exhibía en dosis suficientes. O no suficientemente publicitadas.
Aclarado lo anterior, la mayoría de la gente no ha pasado de ese primer y muy visible plano frontal, reafirmándose en su satisfacción por el cese de la portavoz con la contemplación satisfecha del jaque mate de Casado a su supuesta soberbia y altivez. O a su presunta radicalidad. Que sólo son tolerables en España si las exhiben con descaro indocumentadas cómo Adriana Lastra o Irene Montero. Pero no si lo hace una políglota doctora en Historia por Oxford, alumna predilecta de Sir John Elliott. Exhibiciones tan fundamentadas resultan, en este país, poco menos que insufribles. Aquí pueden ladrar los perros, pero ni de coña las Marquesas.
Pero el cese de Cayetana tiene otra vertiente preocupante, que es la renuncia definitiva del PP a dar la batalla cultural que su cesada portavoz, junto con intelectuales de otros espectros políticos, llevaba tiempo planteando frente a la apabullante hegemonía de la izquierda. Ha escrito Quintana Paz que existe una inmensa cantidad de ámbitos de nuestra vida cotidiana que los humanos desearíamos ajenos al nauseabundo partidismo político: la infancia, la intimidad de las personas, la educación, la historia, la sanidad, la justicia… Mimar esos espacios y tratar de mantenerlos fuera del juego partidista es una actitud social especialmente saludable. Es lo que se ha venido a llamar “cultura democrática”, que muchos países -especialmente los nórdicos y anglosajones- cuidan y protegen bastante más que el nuestro.
Cuando la política intenta meter sus sucios tentáculos en todo este campo de “neutralidad”, y algunos líderes políticos intentan conquistar para sí esos cotos que muchos deseamos independientes, decimos que se está librando una “guerra cultural”. Ha sido en este ámbito donde Cayetana siempre ha molestado mucho más a quienes dictan el discurso oficial en este país. Y, en este duro campo de batalla, no ha sido cesada por radical. Ha sido fulminada por decir muchas verdades incómodas para el pasteleo habitual de nuestros partidos políticos, que ahora andan pactando bajo mano el CGPJ o los Presupuestos del Estado. Ella ha sido una de las grandes defensoras de ese campo de neutralidad apolítico típico de las mejores democracias liberales, y también de un Gobierno de concentración nacional que fijara unas bases sólidas para ese deseable respeto institucional. Ya decía el viejo proverbio chino que cuando el sabio señala la luna los necios se quedan mirando el dedo. Aquí media España sólo ha sido capaz de mirar el pulgar imperial con el que Pablo Casado ha decidido su suerte, dejando a la luna más sola que la una.
Renunciar a la batalla cultural para vender sólo buena gestión económica tiene un problema. Que quienes manejan los medios y esa cultura que has abandonado moldeen la percepción pública de lo que es una buena gestión. Y que tu presunta buena gestión te la comas con patatas y sin votos. Por eso Cayetana representaba algo más que una portavoz parlamentaria: la defensa de la verdad y del criterio ilustrado, aunque uno pudiese discrepar de ella o de alguna de sus expresiones; la reconfortante presencia de una intelectual libre y formada en un mundo plano copado por mentes inanes, amamantadas con la insípida leche en polvo que dispensan a granel los aparatos de los partidos; y la lucha por la dignidad moral y política de una ideología liberal que ha aportado mucho más al bienestar de la humanidad que la miseria que han acarreado siempre el socialismo radical y el comunismo.
Por Álvaro Delgado Truyols
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