Para los que gustan de encasillar a la gente, o padecen la típica insuficiencia contemporánea que precisa de la rápida colocación de etiquetas, les diré que me considero un liberal de la escuela clásica. Que nada tiene que ver con un “facha”, palabreja que hoy emana con facilidad de la lengua de demasiados indocumentados desparramados por nuestra sociedad, justo los que más refractarios se muestran a la reflexión sosegada y a las lecturas profundas. Como buen liberal (fuera de la izquierda también existen categorías), soy defensor acérrimo de la libertad individual, de la empresa e iniciativa privadas, del derecho de propiedad, de los derechos sociales reconocidos en nuestra Constitución y de la reducción de nuestras Administraciones públicas a una dimensión justa para cubrir las necesidades esenciales del moderno estado de bienestar. Abomino de una superestructura administrativa destinada -con el dinero de todos- a hacer continua propaganda, comprar voluntades políticas y cobijar una gran cantidad de holgazanes, pícaros y aficionados a vivir del esfuerzo ajeno.
Para que se enteren bien, defiendo exactamente lo contrario de lo que han sostenido siempre el fascismo y el comunismo, que tienen más elementos en común de los que todos ustedes piensan. Con permiso de sus vísceras, y apelando a sus neuronas, deben considerarme exactamente -y con gran precisión histórica e intelectual- como un verdadero “anti facha”. Porque mucho más cerca del fascismo se encuentran el social-comunismo o el nacionalismo excluyente e identitario de los separatistas y terroristas que hoy nos gobiernan que el liberalismo que yo defiendo. Que habita justo en las antípodas de la falta de libertades que todos los súbditos de estas ideologías -hoy coaligadas- habitualmente promueven.
Creo firmemente en la separación de poderes que promueve el moderno Estado de Derecho, y que donde mejor se encuentra el dinero que cada uno gana es en el bolsillo de los ciudadanos. Y, sólo para lo justo y necesario que precise el bien de los más desfavorecidos, en las arcas públicas, hoy tan irresponsablemente esquilmadas. En resumen, en que la pasta que a todos nos cuesta ganar no debe destinarse a la sopa boba, ni a sanar envidias o calmar resentimientos. Aclarado lo anterior, y aunque el liberalismo nació en la época monárquica de las Cortes de Cádiz (1810-1812), resulta indudable que la ideología liberal presenta un mejor encaje intelectual con la forma de estado republicana. Cosa que Adam Smith o Isaiah Berlin, dos de los más grandes pensadores del liberalismo, ya defendieron al sostener la necesidad de un Estado fuerte encargado de la educación y la protección del bien común.
Hago esta introducción para comentarles aquí, una vez debidamente ubicado por todos ustedes, el intento de cambio de régimen que los amigos Sánchez e Iglesias están intentado colarnos -por la puerta de atrás- con la excusa de las presuntas irregularidades económicas del Rey Emérito. Que, pongamos todo en su debido lugar, han sido reveladas por un policía corrupto y una amante despechada, y están pendientes de investigación y de verificación judicial bajo el necesario principio contradictorio. O sea, que Don Juan Carlos tiene -como tendría cualquiera de ustedes- perfecto derecho a defenderse y a no ser lapidado en la plaza pública de forma inmisericorde y unilateral.
La cuestión de fondo es que Sánchez e Iglesias, dos yonkies enfermizos del poder a los que les da igual cargarse España con tal de durar un poco más en La Moncloa, han puesto su punto de mira en la Monarquía constitucional. Porque una Presidencia de la República les parece un retiro aceptable si las cosas vinieran mal dadas. Pero resulta que Don Juan Carlos ha sido -en el aspecto público- un monarca ejemplar, trayendo la democracia a España -cuando fue nombrado por un dictador- y contribuyendo al mayor periodo de paz y prosperidad que nuestra larga historia ha conocido. Su posterior conducta decepcionante y poco ejemplar en lo personal no puede empañar definitivamente su gran figura pública. Porque en cuanto a falta de ejemplaridad personal podríamos organizar una interesante competición: Sánchez plagió su tesis doctoral, preside el partido condenado por el mayor escándalo de corrupción de la historia de España, mintió como un bellaco a sus votantes en cuanto a sus alianzas post-electorales, viaja en Falcon para asuntos privados y nos engaña continuamente con los datos y la gestión de la pandemia; Iglesias -que tuvo la jeta de llamar “corrupto” al monarca al anunciar su marcha- ha recibido fondos opacos de Irán y Venezuela, maneja su partido como la finca particular de un sátrapa bananero, es un machista recalcitrante que coloca y descoloca a concubinas según ocupen su lecho particular, y está siendo investigado por delitos contra los secretos privados de una antigua colaboradora. ¿Dónde está su ejemplaridad?
La Monarquía española, contra lo que conceptualmente podría defender una mente liberal como la que aquí les escribe, nos ha proporcionado una paz, una neutralidad y una estabilidad que nunca podría garantizarnos un Presidente de la República afiliado a un partido político. Les cuento, para finalizar, una anécdota reveladora. De esas que sólo conocerán si leen libros de historia de verdad, no esas fábulas para dummies que hoy nos colocan los poderes hegemónicos de nuestro politizado mundo editorial. Cuando el idolatrado por la izquierda Manuel Azaña fue elegido Presidente de la Segunda República española, el 11 de mayo de 1936, se trasladó inmediatamente a vivir a la Quinta de El Pardo, antiguo pabellón de caza real sito en el complejo que fue luego residencia de Franco. Y destinó más energías -de las escasas con las que la naturaleza le había dotado- a promover los ornamentos de su cargo (creación de su estandarte presidencial con las siglas MA, dotación de un parque móvil de limusinas a su servicio, organización de la Guardia Presidencial, elaboración del protocolo para los fastos de Palacio) que a detener la Guerra Civil. Esa que bajo su sectarismo y dejadez se desencadenó trágicamente a los 68 días desde su toma de posesión. Conocido todo ello, mucho ojo a la jugada que se avecina.
Por Álvaro Delgado Truyols
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